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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Había un globo terráqueo en el salón ministerial. Mi amigo Bianchi y yo buscamos la ignota ciudad de<br />

Rangoon. El viejo mapa tenía una profunda abolladura en una región del Asia y en esa concavidad lo<br />

descubrimos.<br />

—Rangoon. Aquí está Rangoon.<br />

Pero cuando encontré a mis amigos poetas, horas más tarde, y quisieron celebrar mi nombramiento,<br />

resultó que había olvidado por completo el nombre de la ciudad. Sólo pude explicarles con desbordante<br />

júbilo que me habían nombrado cónsul en el fabuloso Oriente y que el lugar a que iba destinado se hallaba<br />

en un agujero del mapa.<br />

MONTPARNASSE<br />

Un día de junio de 1927 partimos hacia las remotas regiones. En Buenos Aires cambiamos mi pasaje<br />

de primera por dos de tercera y zarpamos en el "Badén". Este era un barco alemán que se decía de clase<br />

única, pero esa "única" debe haber sido la quinta. Los turnos se dividían en dos: uno para servir<br />

rápidamente a los inmigrantes portugueses y gallegos; y otro para los demás pasajeros surtidos, en especial<br />

alemanes que volvían de las minas o de las fábricas de América Latina. Mi compañero Alvaro hizo una<br />

clasificación inmediata de las pasajeras. Era un activo tenorio. Las dividió en dos grupos. Las que atacan al<br />

hombre y las que obedecen al látigo. <strong>Estas</strong> fórmulas no siempre se cumplían. Tenía toda clase de trucos<br />

para apoderarse del amor de las señoras. Cuando asomaba en el puente un par de pasajeras interesantes,<br />

me tomaba rápidamente una mano y fingía interpretar sus líneas, con ademanes misteriosos. A la segunda<br />

vuelta las paseantes se detenían y le suplicaban que les leyera el destino. En el acto les tomaba las manos<br />

acariciándoselas excesivamente y siempre el porvenir que les leía les pronosticaba una visita a nuestro<br />

camarote.<br />

Por mi parte, el viaje de pronto se transformó y dejé de ver a los pasajeros que protestaban<br />

ruidosamente por el eterno menú de "Kartoffel"; dejé de ver el mundo y el monótono Atlántico para sólo<br />

contemplar los ojos oscuros y anchos de una joven brasileña, infinitamente brasileña, que subió al barco en<br />

Río de Janeiro, con sus padres y sus dos hermanos.<br />

La Lisboa alegre de aquellos años con pescadores en las calles y sin Salazar en el trono, me llenó de<br />

asombro. En el pequeño hotel la comida era deliciosa. Grandes bandejas de fruta coronaban la mesa. Las<br />

casas multicolores; los viejos palacios con arcos en la puerta; las monstruosas catedrales como cascarones,<br />

de las que Dios se hubiera ido hace siglos a vivir a otra parte; las casas de juego dentro de antiguos<br />

palacios; la multitud infantilmente curiosa en las avenidas; la duquesa de Braganza, perdida a razón,<br />

andando hierática por una calle de piedras, seguida por cien chicos vagabundos y atónitos; ésa fue mi<br />

entrada a Europa. Y luego Madrid con sus cafés llenos de gente; el bonachón Primo de Rivera dando la<br />

primera lección de tiranía a un país que iba a recibir después la lección completa. Mis poemas iniciales de<br />

Residencia en la tierra que los españoles tardarían en comprender; sólo llegarían a comprenderlos más<br />

tarde, cuando surgió la generación de Alberti, Lorca, Aleixandre, Diego. Y España fue para mí también el<br />

interminable tren y el vagón de tercera más duro del mundo que nos dejó en París. Desaparecíamos entre<br />

la multitud humeante de Montparnasse, entre argentinos, brasileños, chilenos. Aún no soñaban el aparecer<br />

los venezolanos, sepultados entonces bajo el reino de Gómez. Y más allá los primeros hindúes con sus<br />

trajes talares. Y mi vecina de mesa, con su culebrita enrollada al cuello, que tomaba con melancólica<br />

lentitud un café créme. Nuestra colonia sudamericana bebía cognac y bailaba tangos, esperando la menor<br />

oportunidad para armar alguna colosal trifulca y pegarse con medio mundo.<br />

Para nosotros, bohemios provincianos de la América del Sur, París, Francia, Europa, eran doscientos<br />

metros y dos esquinas:<br />

Montparnasse, La Rotonde, Le Dome, La Coupole y tres o cuatro cafés más. Las boites con negros<br />

comenzaban a estar de moda. Entre los sudamericanos, los argentinos eran los más numerosos, los más<br />

pendencieros y los más ricos. A cada instante se formaba un tumulto y un argentino era elevado entre<br />

cuatro garzones, pasaba en vilo sobre las mesas y era rudamente depositado en plena calle. No les<br />

gustaban nada a nuestros primos de Buenos Aires esas violencias que les desplanchaban los pantalones y,<br />

más grave aún, que los despeinaban. La gomina era parte esencial de la cultura argentina en aquella<br />

época.<br />

La verdad es que en esos primeros días de París, cuyas horas volaban, no conocí un solo francés, un<br />

solo europeo, un solo asiático, mucho menos ciudadanos del África y de la Oceanía. Los americanos de<br />

lengua española, desde los mexicanos hasta los patagónicos, andaban en corrillos, contándose los<br />

defectos, disminuyéndose los unos a los otros, sin poder vivir los unos sin los otros. Un guatemalteco<br />

prefiere la compañía de un vagabundo paraguayo, para perder el tiempo en forma exquisita, antes que la de<br />

Pasteur.<br />

Por esos días conocí a César Vallejo, el gran cholo; poeta de poesía arrugada, difícil al tacto como<br />

piel selvática, pero poesía grandiosa, de dimensiones sobrehumanas.<br />

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