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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

La verdad es que luego la inmensa noche despoblada desplegó colosales figuras que multiplicaban la<br />

luz. Aldebarán tembló con su pulso remoto, Casiopea colgó su vestidura en las puertas del cielo, mientras<br />

sobre la esperma nocturna de la Vía Láctea rodaba el silencioso carro de la Cruz Austral.<br />

Entonces, Sagitario, enarbolante y peludo, dejó caer algo, un diamante de sus patas perdidas, una<br />

pulga de su pellejo distante.<br />

Había nacido Valparaíso, encendido y rumoroso, espumoso y meretricio.<br />

La noche de sus callejones se llenó de náyades negras. En la oscuridad te acecharon las puertas, te<br />

aprisionaron las manos, las sábanas del sur extraviaron al marinero. Poiyanta, Tritetonga, Carmela, Flor de<br />

Dios, Multicula, Berenice, "Baby Sweet", poblaron las cervecerías, custodiaron los náufragos del delirio, se<br />

sustituyeron y se renovaron, bailaron sin desenfreno, con la melancolía de mi raza lluviosa.<br />

Desde el puerto salieron a conquistar ballenas los más duros veleros. Otros navíos partieron hacia las<br />

Californias del oro, Los últimos atravesaron los siete mares para recoger más tarde en el desierto chileno el<br />

nitrato que yace como polvo innumerable de una estatua demolida bajo las más secas extensiones del<br />

mundo.<br />

<strong>Estas</strong> fueron las grandes aventuras.<br />

Valparaíso centelleó a través de la noche universal. Del mundo y hacia el mundo surgieron navíos<br />

engalanados como palomas increíbles, barcos fragantes, fragatas hambrientas que el Cabo de Hornos<br />

había retenido más de la cuenta... Muchas veces los hombres recién desembarcados se precipitaban sobre<br />

el pasto... Feroces y fantásticos días en que los océanos no se comunicaban sino por las lejanías del<br />

estrecho patagónico. Tiempos en que Valparaíso pagaba con buena moneda a las tripulaciones que la<br />

escupían y la amaban.<br />

En algún barco llegó un piano de cola; en otro pasó Flora Tristan, la abuela peruana de Gauguin; en<br />

otro, en el "Wager", llegó Robinson Crusoe, el primero, de carne y hueso, recién recogido en Juan<br />

Fernández... Otras embarcaciones trajeron piñas, café, pimienta de Sumatra, bananas de Guayaquil, té con<br />

jazmines de Assam, anís de España... La remota bahía, la oxidada herradura del Centauro, se llenó de<br />

aromas intermitentes: en una calle te asaltaba una dulzura de canela; en otra, como una flecha blanca, te<br />

atravesaba el alma el olor de las chirimoyas; de un callejón salía a combatir contigo el detritus de algas del<br />

mar, de todo el mar chileno.<br />

Valparaíso, entonces, se iluminaba y asumía un oro oscuro; se fue transformando en un naranjo<br />

marino, tuvo follaje, tuvo frescura y sombra, tuvo esplendor de fruta.<br />

Las cumbres de Valparaíso decidieron descolgar a sus hombres, soltar las casas desde arriba para<br />

que éstas titubearan en los barrancos que tiñe de rojo la greda, de dorado los dedales de oro, de verde<br />

huraño la naturaleza silvestre. Pero las casas y los hombres se agarraron a la altura, se enroscaron, se<br />

clavaron, se atormentaron, se dispusieron a lo vertical, se colgaron con dientes y uñas de cada abismo. El<br />

puerto es un debate entre el mar y la naturaleza evasiva de las cordilleras. Pero en la lucha fue ganando el<br />

hombre. Los cerros y la plenitud marina conformaron la ciudad, y la hicieron uniforme, no como un cuartel,<br />

sino con la disparidad de la primavera, con su contradicción de pinturas, con su energía sonora. Las casas<br />

se hicieron colores: se juntaron en ellas el amaranto y el amarillo, el carmín y el cobalto, el verde y el<br />

purpúreo. Así cumplió Valparaíso su misión de puerto verdadero, de navío encallado pero viviente, de naves<br />

con sus banderas al viento. El viento del Océano Mayor merecía una ciudad de banderas.<br />

Yo he vivido entre estos cerros aromáticos y heridos. Son cerros suculentos en que la vida golpea<br />

con infinitos extramuros, con caracolismo insondable y retorcijón de trompeta. En la espiral te espera un<br />

carrusel anaranjado, un fraile que desciende, una niña descalza sumergida en su sandía, un remolino de<br />

marineros y mujeres, una venta de la más oxidada ferretería, un circo minúsculo en cuya carpa sólo caben<br />

los bigotes del domador, una escala que sube a las nubes, un ascensor que asciende cargado de cebollas,<br />

siete burros que transportan agua, un carro de bomberos que vuelve de un incendio, un escaparate en que<br />

se juntaron botellas de vida o muerte.<br />

Pero estos cerros tienen nombres profundos. Viajar entre estos nombres es un viaje que no termina,<br />

porque el viaje de Valparaíso no termina ni en la tierra, ni en la palabra. Cerro Alegre, Cerro Mariposa, Cerro<br />

Polanco, Cerro del Hospital, de la Mesilla, de la Rinconada, de la Lobería, de las Jarcias, de las Alfareras,<br />

de los Chaparro, de la Calahuala, del Litre, del Molino, del Almendral, de los Pequeños, de los Chercanes,<br />

de Acevedo, del Pajonal, del Presidio, de las Zorras, de doña Elvira, de San Esteban, de Astorga, de la<br />

Esmeralda, del Almendro, de Rodríguez, de la Artillería, de los Lecheros, de la Concepción, del Cementerio,<br />

del Cardonal, del Árbol Copado, del Hospital Inglés, de la Palma, de la Reina Victoria, de Carvallo, de San<br />

Juan de Dios, de Pocuro, de la Caleta, de la Cabritería, de Vizcaya, de don Elías, del Cabo, de las Cañas,<br />

del Atalaya, de la Parrasia, del Membrillo, del Buey, de la Florida.<br />

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