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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Yo no puedo andar en tantos sitios. Valparaíso necesita un nuevo monstruo marino, un octopiemas,<br />

que alcance a recorrerlo. Yo aprovecho su inmensidad, su íntima inmensidad, pero no logro abarcarlo en su<br />

diestra multicolora, en su germinación siniestra, en su altura o su abismo.<br />

Yo sólo lo sigo en sus campanas, en sus ondulaciones y en sus nombres.<br />

Sobre todo, en sus nombres, porque ellos tienen raíces y radícula, tienen aire y aceite, tienen historia<br />

y ópera: tienen sangre en las sílabas.<br />

CÓNSUL DE CHILE EN UN AGUJERO<br />

Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían<br />

proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos. Pero la vida<br />

cultural de nuestros países en los años 20 dependía exclusivamente de Europa, salvo contadas y heroicas<br />

excepciones. En cada una de nuestras repúblicas actuaba una "élite" cosmopolita y, en cuanto a los<br />

escritores de la oligarquía, ellos vivían en París. Nuestro gran poeta Vicente Huidobro no sólo escribía en<br />

francés sino que alteró su nombre y en vez de Vicente se transformó en Vincent.<br />

Lo cierto es que, apenas tuve un rudimento de fama juvenil, todo el mundo me preguntaba en la calle:<br />

—Pero, ¿qué hace usted aquí? Usted debe irse a París. Un amigo me recomendó al jefe de un<br />

departamento en el Ministerio de Relaciones. Fui recibido de inmediato. Ya conocía mis versos.<br />

—Conozco también sus aspiraciones. Siéntese en ese sillón confortable. Desde aquí tiene una buena<br />

vista hacia la plaza, hacia la feria de la plaza. Mire usted esos automóviles. Todo es vanidad. Feliz usted<br />

que es un joven poeta. ¿Ve usted ese palacio? Era de mi familia. Y usted me tiene ahora aquí, en este<br />

cuchitril, envuelto en burocracia. Cuando lo único que vale es el espíritu. ¿Le gusta a usted Tchaikovski?<br />

Después de una hora de conversación artística, al darme la mano de la despedida, me dijo que no me<br />

preocupara del asunto, que él era el director del servicio consular.<br />

—Puede considerarse usted desde ya designado para un puesto en el exterior.<br />

Durante dos años acudí periódicamente al gabinete del atento jefe diplomático, cada vez más<br />

obsequioso. Apenas me veía aparecer llamaba con displicencia a uno de sus secretarios y, enarcando las<br />

cejas, le decía:<br />

—No estoy para nadie. Déjeme olvidar la prosa cotidiana. Lo único espiritual en este ministerio es la<br />

visita del poeta. Ojalá nunca nos abandone.<br />

Hablaba con sinceridad, estoy seguro. Acto seguido me conversaba sin tregua de perros de raza.<br />

"Quien no ama a los perros no ama a los niños." Seguía con la novela inglesa, después pasaba a la<br />

antropología y al espiritismo, para detenerse más allá en cuestiones de heráldica y genealogía. Al<br />

despedirme repetía una vez más, como un secreto temible entre los dos, que mi puesto en el extranjero<br />

estaba asegurado. Aunque yo carecía de dinero para comer, salía a la calle esa noche respirando como un<br />

ministro consejero. Y cuando mis amigos me preguntaban qué andaba haciendo, yo me daba importancia y<br />

respondía:<br />

—Preparo mi viaje a Europa.<br />

Esto duró hasta que me encontré con mi amigo Bianchi. La familia Bianchi de Chile es un noble clan.<br />

Pintores y músicos populares, juristas y escritores, exploradores y andinistas, dan tono de inquietud y rápido<br />

entendimiento a todos los Bianchi. Mi amigo, que había sido embajador y conocía los secretos ministeriales,<br />

me preguntó:<br />

—¿No sale aún tu nombramiento?<br />

—Lo tendré de un momento a otro, según me lo asegura un alto protector de las artes que trabaja en<br />

el ministerio. Se sonrió y me dijo:<br />

—Vamos a ver al ministro.<br />

Me tomó de un brazo y subimos las escaleras de mármol. A nuestro paso se apartaban<br />

apresuradamente ordenanzas y empleados. Yo estaba tan sorprendido que no podía hablar. Por primera<br />

vez veía a un ministro de Relaciones Exteriores. Este era muy bajito de estatura y, para amortiguarlo, se<br />

sentó de un salto en el pupitre. Mi amigo le refirió mis impetuosos deseos de salir de Chile. El ministro tocó<br />

uno de sus muchos timbres y pronto apareció, para aumentar mi confusión, mi protector espiritual.<br />

—¿Qué puestos están vacantes en el servicio? —le dijo el ministro.<br />

El atildado funcionario, que ahora no podía hablar de Tchaikovski, dio los nombres de varias ciudades<br />

diseminadas en el mundo, de las cuales sólo alcancé a pescar un nombre que nunca había oído ni leído<br />

antes: Rangoon.<br />

—¿Dónde quiere ir, Pablo? —me dijo el ministro.<br />

—A Rangoon —respondí sin vacilar.<br />

—Nómbrelo —ordenó el ministro a mi protector, que ya corría y volvía con el decreto.<br />

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