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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

detrás de nosotros. Abrió un paraguas y continuó leyendo, con serenidad oriental, sus textos de antigua<br />

sabiduría.<br />

Llegamos sin accidentes a Rangoon, en Birmania. Se cumplían en esos días treinta años de mi<br />

residencia en la tierra, de mi residencia en Birmania, durante la cual, estrictamente desconocido, escribí mis<br />

versos. justamente en 1927, teniendo yo 23 años, desembarqué en este mismo Rangoon. Era un territorio<br />

delirante de color, impenetrable de idiomas, tórrido y fascinante. La colonia era explotada y agobiada por<br />

sus gobernantes ingleses, pero la ciudad era limpia y luminosa, las calles resplandecían de vida, las vitrinas<br />

ostentaban sus coloniales tentaciones.<br />

Esta de ahora era una ciudad semivacía, con vitrinas desprovistas de todo, con la inmundicia<br />

acumulada en las calles. Es que la lucha de los pueblos por su independencia no es un camino fácil.<br />

Después del estallido de las armas, de las banderas de liberación, hay que abrirse paso por entre<br />

dificultades y tormentas. Hasta ahora yo no conozco la historia de Birmania independiente, tan enclaustrada<br />

como está junto al poderoso río Irrawadhy, y al pie de sus pagodas de oro, pero pude adivinar —más allá de<br />

labasura de las callesy de la tristeza ondulante—todos esos dramas que sacuden a las nuevas repúblicas.<br />

Es como si el pasado las continuara oprimiendo.<br />

Ni sombra de Josie Bliss, mi perseguidora, mi heroína del "Tango del viudo". Nadie me supo dar idea<br />

de su vida o de su muerte. Ya ni siquiera existía el barrio—donde vivimos juntos.<br />

Volamos ahora desde Birmania cruzando las estribaciones montañosas que la separan de China. Es<br />

un paisaje austero, de idílica serenidad. Desde Mandalay el avión se elevó sobre los arrozales, sobre las<br />

barrocas pagodas, sobre millones de palmeras, sobre la guerra fratricida de los birmanos, y entró en la<br />

calma severa, lineal del paisaje chino.<br />

En Kun Ming, la primera ciudad china tras la frontera, nos esperaba mi viejo amigo, el poeta Ai Ching.<br />

Su ancho rostro moreno, sus grandes ojos llenos de picardía y bondad, su inteligencia despierta, eran otra<br />

vez un adelanto de alegría para tan largo viaje.<br />

Ai Ching, como Ho Chi Minh, eran poetas de la vieja cepa oriental, formados entre la dureza colonial<br />

del Oriente y una difícil existencia en París. Saliendo de las prisiones, estos poetas de voz dulce y natural se<br />

convirtieron fuera de su país en estudiantes pobres o mozos de restaurant. Mantuvieron su confianza en la<br />

revolución. Suavísimos en poesía y férreos en política, retomaron a tiempo para cumplir sus destinos.<br />

En Kun Ming los árboles de los parques habían sido tratados con cirugía estética. Todos tomaban<br />

formas extranaturales y a veces se distinguía una amputación cubierta con barro o una rama retorcida<br />

todavía vendada como un brazo herido. Nos llevaron a ver al jardinero, el genio maligno que reinaba sobre<br />

tan extraño jardín. Gruesos y viejos abetos no habían crecido más allá de treinta centímetros e incluso<br />

vimos naranjos enanos cubiertos de naranjas diminutas como dorados granos de arroz.<br />

También fuimos a visitar un bosque de piedras bizarras. Cada roca se alargaba como monolítica<br />

aguja o se encrespaba como ola de un mar inmóvil. Supimos que este gusto por piedras de forma extraña<br />

venía desde siglos. Muchas grandes rocas de aspecto enigmático decoran las plazas de las viejas<br />

ciudades. Los gobernadores de antaño, cuando querían ofrendar su mejor regalo al emperador, le enviaban<br />

algunas de esas piedras colosales. Los presentes tardaban años en llegar a Pekín, empujando sus<br />

volúmenes durante miles de kilómetros por decenas de esclavos.<br />

A mí, China no me parece enigmática. Por el contrario, aun dentro del formidable ímpetu<br />

revolucionario, la veo como un país ya construido milenariamente y siempre estatuyéndose,<br />

estratificándose. Inmensa pagoda, entran y salen de su antigua estructura los hombres y los mitos, los<br />

guerreros, los campesinos y los dioses. Nada espontáneo existe: ni la sonrisa. En vano busca uno por todas<br />

partes los pequeños y toscos objetos del arte Popular, ese arte hecho con errores de perspectiva que tantas<br />

veces toca los límites del prodigio. Las muñecas chinas, las cerámicas, las piedras y las maderas labradas,<br />

reproducen modelos milenarios. Todo tiene el signo de una perfección repetida.<br />

Mi mayor sorpresa la tuve cuando encontré en el mercado de una aldea unas pequeñas jaulas para<br />

cigarras hechas de delgado bambú. Eran maravillosas porque en su precisión arquitectónica superponían<br />

una habitación a otra, cada una con su cigarra cautiva, hasta formar castillos de casi un metro de altura. Me<br />

pareció, mirando los nudos que ataban los bambúes y el color verde tierno de los tallos, que surgía<br />

resurrecta la mano popular, la inocencia que puede hacer milagros. Al advertir mi admiración, los<br />

campesinos no quisieron venderme aquel castillo sonoro. Me lo regalaron. De ese modo el canto ritual de<br />

las cigarras me acompañó por semanas, muy adentro, por las tierras chinas. Sólo en mi infancia recuerdo<br />

haber recibido regalos tan memorables y silvestres.<br />

Iniciamos el viaje en un barco que lleva mil pasajeros, a lo largo del río Yang Tse. Son campesinos,<br />

obreros, pescadores, una multitud vital. Por varios días, en dirección a Nan King, recorremos el río<br />

anchuroso, lleno de embarcaciones y trabajos, cruzado y surcado por miles de vidas, de preocupaciones y<br />

de sueños. Este río es la calle central de China. Anchísimo y tranquilo, el Yang Tse se adelgaza a veces y a<br />

duras penas logra pasar el barco entre sus titánicas gargantas. A cada lado las altísimas paredes de piedra<br />

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