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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Son mis propios juguetes. Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de<br />

entretenerme solo. Los describiré para los niños pequeños y los de todas las edades.<br />

Tengo un barco velero dentro de una botella. Para decir la verdad tengo más de uno. Es una<br />

verdadera flota. Tienen sus nombres escritos, sus palos, sus velas, sus proas y sus anclas. Algunos vienen<br />

de lejos, de otros mares, minúsculos. Uno de los más bellos me lo mandaron de España, en pago de<br />

derechos de autor de un libro de mis odas. En lo alto, en el palo mayor, está nuestra bandera con su<br />

solitaria y pequeña estrella. Pero, casi todos los otros, son hechos por el señor Carlos Hollander. El señor<br />

Hollander es un viejo marino y ha reproducido para mí muchos de aquellos barcos famosos y majestuosos<br />

que venían de Hamburgo, de Salem, o de la costa bretona a cargar salitre o a cazar ballenas por los mares<br />

del sur.<br />

Cuando desciendo el largo camino de Chile para encontrar en Coronel al viejo marinero, entre el olor<br />

a carbón y lluvia de la ciudad sureña, entro en verdad en el más pequeño astillero del mundo. En la salita,<br />

en el comedor, en la cocina, en el jardín, se acumulan y se ordenan los elementos que se meterán en las<br />

claras botellas de las que el pisco se ha ido. Don Carlos toca con su silbato mágico proas y velas, trinquetes<br />

y gabias. Hasta el humo más pequeñito del puerto pasa por sus manos y se convierte en una creación, en<br />

un nuevo barco embotellado, fresco y radiante, dispuesto para el mar quimérico.<br />

En mi colección descuellan, entre los otros barcos comprados en Amberes o Marsella, los que<br />

salieron de las modestas manos del navegante de Coronel. Porque no sólo les dio la vida, sino que los<br />

ilustró con su sabiduría, pegándoles una etiqueta que cuenta el nombre y el número de las proezas del<br />

modelo, los viajes que sostuvo contra viento y marea, las mercaderías que distribuyó parpadeando por el<br />

Pacífico con sus velámenes que ya no veremos más.<br />

Yo tengo embotellados barcos tan famosos como la poderosa Potosí y la magna Prusia, de<br />

Hamburgo, que naufragó en el Canal de la Mancha en 1910. El maestro Hollander me deleitó también<br />

haciendo para mí dos versiones de la María Celeste que desde 1882 se convirtió en estrella, en misterio de<br />

los misterios.<br />

No estoy dispuesto a revelar el secreto navegatorio que vive en su propia transparencia. Se trata de<br />

cómo entraron los minúsculos barcos en sus tiernas botellas. Yo, engañador profesional, con el objeto de<br />

mixtificar, describí minuciosamente en una oda el dilatado y mínimo trabajo de los misteriosos constructores<br />

y conté cómo entraban y salían de las botellas marineras. Pero el secreto continúa en pie.<br />

Mis juguetes más grandes son los mascarones de proa. Como muchas cosas mías, estos<br />

mascarones han salido retratados en los diarios, en las revistas, y han sido discutidos con benevolencia o<br />

con rencor. Los que los juzgan con benevolencia se ríen comprensivamente y dicen:<br />

—Qué tipo tan deschavetado! Lo que le dio por coleccionar Los malignos ven las cosas de otro modo.<br />

Uno de ellos, amargado por mis colecciones y por la bandera azul con un pescado blanco que yo izo en mi<br />

casa de Isla Negra, dijo:<br />

—Yo no pongo bandera propia. Yo no tengo mascarones.<br />

Lloraba el pobre como un chico que envidia el trompo de los otros chicos. Mientras tanto, mis<br />

mascarones marinos sonreían halagados por la envidia que despertaban.<br />

En verdad debiera decirse mascaronas de proa. Son figuras con busto, estatuas marinas, efigies del<br />

océano perdido. El hombre al construir sus naves, quiso elevar sus proas con un sentido superior. Colocó<br />

antiguamente en los navíos figuras de aves, pájaros totémicos, animales míticos, tallados en madera.<br />

Luego, en el siglo diecinueve, los barcos balleneros esculpieron figuras de caracteres simbólicos: diosas<br />

semidesnudas o matronas republicanas de gorro frigio.<br />

Yo tengo mascarones y mascaronas. La más pequeña y deliciosa, que muchas veces Salvador<br />

Allende me ha tratado de arrebatar, se llama María Celeste. Perteneció a un navío francés, de menor<br />

tamaño, y posiblemente no navegó sino en las aguas del Sena. Es de color oscuro, tallado en encina; con<br />

tantos años y viajes se volvió morena para siempre. Es una mujer pequeña que parece volar con las<br />

señales del viento talladas en sus bellas vestiduras del Segundo Imperio. Sobre los hoyuelos de sus<br />

mejillas, los ojos de loza miran el horizonte. Y aunque parezca extraño, estos ojos lloran durante el invierno,<br />

todos los años. Nadie puede explicárselo. La madera tostada tendrá tal vez alguna impregnación que<br />

recoge la humedad. Pero lo cierto es que esos ojos franceses lloran en invierno y que yo veo todos los años<br />

las preciosas lágrimas bajar por el pequeño rostro de María Celeste. Quizás un sentimiento religioso se<br />

despierta en el ser humano frente a las imágenes, sean cristianas o paganas. Otra de mis mascaronas de<br />

proa estuvo algunos años donde le convenía, frente al mar, en su posición oblicua, tal como navegaba en el<br />

navío. Pero Matilde y yo descubrimos una tarde que, saltando el cerco, como suelen hacerlo los periodistas<br />

que quieren entrevistarme, algunas señoras beatas de Isla Negra se habían arrodillado en el jardín ante el<br />

mascarón de proa iluminado por no pocas velas que le habían encendido. Posiblemente había nacido una<br />

nueva religión. Pero aunque el mascarón alto y solemne se parecía mucho a Gabriela Mistral, tuvimos que<br />

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