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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

que operaba desde París. El holandés burlado me entregó el envoltorio insignificante, sin dejar de masticar<br />

su cheruto, con una sonrisa fría, de mastodonte decepcionado.<br />

De cuando en cuando firmaba facturas consulares y les aplicaba el desquiciado sello oficial. Así<br />

llegaban a mí los dólares que, transformados en gulders, alcanzaban estrictamente para sostener mi<br />

existencia: el alojamiento y la alimentación para mí, el sueldo de Brampy y el cuidado de mi mangosta Kiria<br />

que crecía ostensiblemente y se comía tres o cuatro huevos al día. Además, tuve que comprarme un<br />

smoking blanco y un frac que me comprometí a pagar por mensualidades. Me sentaba a veces, casi<br />

siempre solo, en los repletos cafés al aire libre, junto a los anchos canales, a tomar la cerveza o el ginpahit.<br />

Es decir, reanudé mi vida de tranquilidad desesperada.<br />

La rice—table del restaurant del hotel era majestuosa. Entraba al comedor una procesión de diez a<br />

quince servidores que iban desfilando frente a uno con sus respectivas fuentes en alto. Cada una de esas<br />

fuentes estaba dividida en compartimentos y en cada uno de esos compartimentos brillaba un manjar<br />

misterioso. Sobre una base de arroz erigía su sustancia aquella infinidad comestible. Yo, que he sido<br />

siempre glotón y por mucho tiempo desnutrido, elegía algo de cada una de las fuentes, de cada uno de los<br />

quince o dieciocho servidores, hasta que mi plato se convertía en una pequeña montaña donde los<br />

pescados exóticos, los huevos indescifrables, los vegetales inesperados, los pollos inexplicables y las<br />

carnes insólitas, cubrían como una bandera la cumbre de mi almuerzo. Los chinos dicen que la comida<br />

debe tener tres excelencias: sabor, olor y color. La rice—table de mi hotel juntaba esas tres virtudes, y una<br />

más: abundancia.<br />

Por aquellos días perdí a Kiria, mi mangosta. Tenía la riesgosa costumbre de seguirme adonde yo<br />

fuera, con pasitos muy rápidos e imperceptibles. Ir detrás de mí significaba lanzarse hacia las calles que<br />

cruzaban automóviles, camiones, rickshas, peatones holandeses, chinos, malayos. Un mundo turbulento<br />

para una cándida mangosta que no conocía sino a dos personas en el mundo.<br />

Pasó lo inevitable. Al volver al hotel y mirar a Brampy me di cuenta de la tragedia. No le pregunté<br />

nada. Pero cuando me senté en la veranda, ella no saltó sobre mis rodillas, ni pasó su peludísima cola por<br />

mi cabeza.<br />

Puse un aviso en los diarios: "Mangosta perdida. Obedece al nombre de Kiria". Nadie respondió.<br />

Ningún vecino la vio. Tal vez ya estaría muerta. Desapareció para siempre.<br />

Brampy, su guardián, se sintió tan deshonrado que por mucho tiempo no se mostró ante mi vista. Mi<br />

ropa, mis zapatos, eran atendidos por un fantasma. A veces creía yo escuchar el chillido de Kiria que me<br />

llamaba desde algún árbol nocturno. Encendía la luz, abría las ventanas y las puertas, escrutaba los<br />

cocoteros. No era ella. El mundo que Kiria conocía se había transformado en una gran estafa; su confianza<br />

se había desmoronado en la selva amenazante de la ciudad. Me sentí por mucho tiempo traspasado de<br />

melancolía.<br />

Brampy, avergonzado, decidió volver a su país. Lo sentí mucho pero, en realidad, era aquella<br />

mangosta lo único que nos unía. Llegó una tarde con el fin de mostrarme el traje nuevo que había comprado<br />

para llegar bien vestido a su pueblo natal, a Ceilán. Apareció de pronto vestido de blanco y abotonado hasta<br />

el cuello. Lo más sorprendente era un inmenso bonete de chef que se había encasquetado sobre su<br />

oscurísima cabeza. Estallé en una carcajada incontenible. Brampy no se ofendió. Por el contrario, me sonrió<br />

con gran dulzura, con una sonrisa comprensiva de mi ignorancia.<br />

La calle de mi nueva casa en Batavia se llamaba Probolingo. Era una sala, un dormitorio, una cocina,<br />

un baño. Nunca tuve automóvil pero sí un garage que se mantuvo siempre vacío. Me sobraba el espacio en<br />

aquella casa diminuta. tomé una cocinera javanesa, una vieja campesina, igualitaria y encantadora. Un boy,<br />

también javanés, servía a la mesa y limpiaba mi ropa. Allí terminé Residencia en la tierra.<br />

Mi soledad se redobló. Pensé en casarme. Había conocido a una criolla, vale decir holandesa con<br />

algunas gotas de sangre malaya, que me gustaba mucho. Era una mujer alta y suave, extraña totalmente al<br />

mundo de las artes y de las letras. (Varios años más tarde, mi biógrafa y amiga Margarita Aguirre escribiría,<br />

acerca de aquel matrimonio mío, lo siguiente: "Neruda regresó a Chile en 1932. Dos años antes se había<br />

casado en Batavia con María Antonieta Agenaar, joven holandesa establecida en Java. Ella está muy<br />

orgullosa de ser la esposa de un cónsul y tiene de América una idea bastante exótica. No sabe el español y<br />

comienza a aprenderlo. Pero no hay duda de que no es sólo el idioma lo que no aprende. A pesar de todo,<br />

su adhesión sentimental a Neruda es muy fuerte, y se les ve siempre juntos. Maruca, así la llama Pablo, es<br />

altísima, lenta, hierática".) Mi vida era bastante simple. Pronto conocí a otras personas amables. El cónsul<br />

cubano y su mujer fueron mis amigos obligados, unidos a mí por el idioma. El compatriota de Capablanca<br />

hablaba sin parar, como una máquina permanente. Oficialmente era el representante de Machado, el tirano<br />

de Cuba. Sin embargo, me contaba que las prendas de los presos políticos, relojes, anillos y a veces<br />

dientes de oro, aparecían en el vientre de los tiburones pescados en la bahía de La Habana.<br />

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