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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

10. NAVEGACIÓN CON REGRESO<br />

UN CORDERO EN MI CASA<br />

Tenía yo un pariente senador que, después de haber triunfado en unas nuevas elecciones, vino a<br />

pasar unos días en mi casa de Isla Negra. Así comienza la historia del cordero.<br />

Sucede que sus más entusiastas electores acudieron a festejar al senador. En la primera tarde del<br />

festejo se asó un cordero a la manera del campo de Chile, con una gran fogata al aire libre y el cuerpo del<br />

animal ensartado en un asador de madera. A esto se le llama "asado al palo" y se celebra con mucho vino y<br />

quejumbrosas guitarras criollas.<br />

Otro cordero quedó para la ceremonia del día siguiente. Mientras llegaba su destino, lo amarraron<br />

junto a mi ventana. Toda la noche gimió y lloró, baló y se quejó de su soledad. Partía el alma escuchar las<br />

modulaciones de aquel cordero. Al punto que decidí levantarme de madrugada y raptarlo.<br />

Metido en un automóvil me lo llevé a ciento cincuenta kilómetros de allí, a mi casa de Santiago, donde<br />

no lo alcanzaran los cuchillos. Al no más entrar, se puso a ramonear vorazmente en lo más escogido de mi<br />

jardín. Le entusiasmaban los tulipanes y no respetó ninguno de ellos. Aunque por razones espinosas no se<br />

atrevió con los rosales, devoró en cambio los alelíes y los lirios con extraña fruición. No tuve mas remedio<br />

que amarrarlo otra vez. Y de inmediato se puso a balar, tratando visiblemente de conmoverme como antes.<br />

Yo me sentí desesperado.<br />

Ahora va a entrecruzarse la historia de Juanito con la historia del cordero. Resulta que por aquel<br />

tiempo se había producido una huelga de campesinos en el sur. Los latifundistas de la región, que pagaban<br />

a sus inquilinos no más de veinte centavos de dólar al día, terminaron a palos y carcelazos con aquella<br />

huelga.<br />

Un joven campesino experimentó tanto miedo que se subió a un tren sobre la marcha. El muchacho<br />

se llamaba Juanito, era muy católico y no sabía nada de las cosas de este mundo. Cuando pasó el colector<br />

del tren, revisando los pasajes, él respondió que no lo tenía, que se dirigía a Santiago, y que creía que los<br />

trenes eran para que la gente se subiera a ellos y viajara cuando lo necesitara. Trataron de desembarcarlo,<br />

naturalmente. Pero los pasajeros de tercera clase —gente del pueblo, siempre generosa—hicieron una<br />

colecta y pagaron entre todos el boleto.<br />

Anduvo Juanito por calles y plazas de la capital con un atado de ropa debajo del brazo. Como no<br />

conocía a nadie, no quería hablar con nadie. En el campo se decía que en Santiago había más ladrones<br />

que habitantes y él temía que le sustrajeran la camisa y las alpargatas que llevaba debajo del brazo<br />

envueltas en un periódico. Por el día vagaba por las calles más frecuentadas, donde las gentes siempre<br />

tenían prisa y apartaban con un empellón a este Gaspar Hauser caído de otra estrella. Por las noches<br />

buscaba también los barrios más concurridos, pero éstos eran las avenidas de cabarets y de vida nocturna,<br />

y allí su presencia era más extraña aún, pálido pastor perdido entre los pecadores. Como no tenía un solo<br />

centavo, no podía comer, tanto así que un día se cayó al suelo, sin conocimiento.<br />

Multitud de curiosos rodearon al hombre tendido en la calle. La puerta frente a la que cayó<br />

correspondía a un pequeño restaurant. Allí lo entraron y lo dejaron en el suelo. "Es el corazón", dijeron<br />

unos. "Es un síncope hepático", dijeron otros. Se acercó el dueño del restaurant, lo miró y dijo: "Es hambre".<br />

Apenas comió unos cuantos bocados aquel cadáver revivió. El patrón lo puso a lavar platos y le tomó gran<br />

afecto. Tenía razones para ello. Siempre sonriente, el joven campesino lavaba montañas de platos. Todo<br />

iba bien. Comía mucho más que en su campiña.<br />

El maleficio de la ciudad se tejió de manera extraña para que se juntaran alguna vez en mi casa el<br />

pastor y el cordero.<br />

Le entraron ganas al pastor de conocer la ciudad y enderezó sus pasos un poco más allá de las<br />

montañas de vajilla. Tomó con entusiasmo una calle, cruzó una plaza, y todo lo embelesaba. Pero, cuando<br />

quiso volver, ya no podía hacerlo. No había anotado la dirección porque no sabía escribir y buscó en vano la<br />

puerta hospitalaria que lo había recibido. Nunca más la encontró.<br />

Un transeúnte le dijo, apiadado de su confusión, que debía dirigirse a mí, al poeta Pablo Neruda. No<br />

sé por qué le sugirieron esta idea. Probablemente porque en Chile se tiene por manía encargarme cuanta<br />

cosa peregrina le pasa por la cabeza a la gente, y a la vez echarme la culpa de todo cuanto ocurre. Son<br />

extrañas costumbres nacionales.<br />

Lo cierto es—que el muchacho llegó a mi casa un día y se encontró con el animal cautivo. Hecho ya<br />

cargo de aquel cordero innecesario, un paso más y hacerme cargo de este pastor no fue difícil. Le asigné la<br />

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