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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Yo me instalé en el hotel Der Nederlanden. Me preparaba para el almuerzo cuando vi entrar a Kruzi.<br />

Se echó en mis brazos, sofocada por el llanto.<br />

—Me expulsan de aquí. Debo partir mañana.<br />

—Pero, ¿quiénes te expulsan, por qué te expulsan? Me contó entrecortadamente su descalabro.<br />

Estaba a punto de subir al Rolls Royce cuando los agentes de inmigración la detuvieron para someterla a un<br />

interrogatorio brutal. Tuvo que confesarlo todo. Las autoridades holandesas consideraron un grave delito<br />

que ella pudiera vivir en concubinato con un chino. La pusieron finalmente en libertad, con la promesa de no<br />

visitar a su galán y con la otra promesa de embarcarse al día siguiente, en el mismo barco en que había<br />

llegado y que regresaba a Occidente.<br />

Lo que más la hería era haber decepcionado a aquel hombre que la esperaba, sentimiento al que<br />

seguramente no era ajeno el imponente Rolls Royce. Sin embargo, Kruzi en el fondo era una sentimental.<br />

En sus lágrimas había mucho más que interés frustrado: se sentía humillada y ofendida.<br />

—¿Sabes su dirección? ¿Conoces su teléfono? —le pregunté.<br />

—Sí —me respondió—. Pero tengo miedo de que me detengan. Me amenazaron con encerrarme en<br />

un calabozo.<br />

—No tienes nada que perder. Anda a ver a ese hombre que ha pensado en ti sin conocerte. Le debes<br />

por lo menos algunas palabras. ¿Qué pueden importarte ya los policías holandeses? Véngate de ellos.<br />

Anda a ver a tu chino. Toma tus precauciones, burla a tus humilladores y te sentirás mejor. Me parece que<br />

así te irás de este país más contenta.<br />

Aquella noche, tarde, regresó mi amiga. Había ido a ver a su admirador por correspondencia. Me<br />

contó la entrevista. El hombre era un oriental afrancesado y letrado. Hablaba con naturalidad el francés.<br />

Estaba casado, según las normas de la honorable matrimonialidad china, y se aburría muchísimo.<br />

El pretendiente amarillo había preparado, para la novia blanca que le llegaba de Occidente, un<br />

bungalow con jardín, rejillas antimosquitos, muebles Luis XIV, y una gran cama que fue puesta a prueba<br />

aquella noche. El dueño de la casa le fue mostrando melancólicamente los pequeños refinamientos que<br />

guardaba para ella, los tenedores y cuchillos de plata (él sólo comía con palillos), el bar con bebidas<br />

europeas, el refrigerador colmado de frutas.<br />

Luego se detuvo ante un gran baúl herméticamente cerrado. Extrajo una pequeña llave de su<br />

pantalón, abrió aquel cofre y mostró a los ojos de Kruzi el más extraño de los tesoros: centenares de<br />

calzones femeninos, sutiles pantaletas, mínimas bragas. Intimas prendas de mujer, por centenares o<br />

millares, colmaban aquel mueble santicado por el ácido aroma del sándalo. Allí estaban reunidas todas las<br />

sedas, todos los colores. La gama se desplazaba del violeta al amarillo, de los múltiples rosados a los<br />

verdes secretos, de los violentos rojos a los negros refulgentes, de los eléctricos celestes a los blancos<br />

nupciales. Todo el arco iris de la concupiscencia masculina de un fetichista que, sin duda, coleccionó aquel<br />

florilegio para deleite de su propia voluptuosidad.<br />

—Me quedé deslumbrada —dijo Kruzi, volviendo a los sollozos—. Tomé al azar un puñado de esas<br />

prendas y aquí las tengo.<br />

Me sentí conmovido, yo también, por el misterio humano. Nuestro chino, un serio comerciante,<br />

importador o exportador, coleccionaba calzones femeninos como si fuera un perseguidor de mariposas.<br />

¿Quién iba a pensarlo?<br />

—Déjame uno —dije a mi amiga. Ella escogió uno blanco y verde y lo acarició suavemente antes de<br />

entregármelo.<br />

—Dedícamelo, Kruzi, por favor.<br />

Entonces ella lo estiró cuidadosamente y escribió mi nombre y el suyo en la superficie de seda, que<br />

mojó también con algunas lágrimas.<br />

Al día siguiente partió sin que yo la viera, como no he vuelto a verla nunca más. Los vaporosos<br />

calzones, con su dedicatoria y sus lágrimas, anduvieron en mis valijas, mezclados con mi ropa y mis libros,<br />

por muchísimos años. No supe ni cuándo ni cómo alguna visitante abusadora se marchó de mi casa con<br />

ellos puestos.<br />

BATAVIA<br />

Por aquellos tiempos, cuando aún no existían los "moteles" en el mundo, el hotel Nederlanden era<br />

insólito. Tenía un gran cuerpo central, destinado al comedor y las oficinas, y luego un bungalow para cada<br />

viajero, separados entre sí por pequeños jardines y árboles poderosos. En sus altas copas vivían infinidad<br />

de pájaros, ardillas membranosas que volaban de un ramaje a otro e insectos que chirriaban como en la<br />

selva. Brampy se esmeró en su tarea de cuidar la mangosta, cada vez más inquieta en su nueva residencia.<br />

Aquí sí había consulado de Chile. Por lo menos figuraba en la guía de teléfonos. Al día siguiente,<br />

descansado y mejor vestido, me dirigí a sus oficinas. El escudo consular de Chile estaba colgado en la<br />

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