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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

de tela inglesa. Yo, mucho más modesto, albergaba, entre mis sueños por satisfacer, el de adquirir un buen<br />

hisopo o brocha para afeitarme, ya que el actual iba camino de una calvicie inaceptable.<br />

Por fin se presentó el comprador. Era un talabartero de cuerpo robusto, bajo de estatura, con ojos<br />

impertérritos, muy parco de palabras, y con cierto alarde de franqueza que a mi juicio se aproximaba a la<br />

grosería. Alvaro lo recibió con protectora displicencia y le señaló una hora, tres días después, apropiada<br />

para mostrarle nuestra fabulosa mercancía. En el curso de esos tres días, Alvaro adquirió espléndidos<br />

cigarrillos ingleses y algunos puros cubanos "Romeo y Julieta", que colocó de manera visible en el bolsillo<br />

exterior de su chaqueta, cuando llegó la hora de esperar al interesado. En el suelo habíamos esparcido las<br />

pieles que revelaban mejor estado.<br />

El hombre concurrió puntualmente a la cita. No se sacó el sombrero y apenas nos saludó con un<br />

gruñido. Miró desdeñosamente y con rapidez las pieles extendidas en el piso. Luego paseó sus ojos astutos<br />

y férreos por los estantes atiborrados. Levantó una mano regordeta y una uña dudosa para señalar un atado<br />

de pieles, uno de aquellos que estaban más arriba y más lejos. Justamente donde yo había arrinconado las<br />

pieles más despreciables.<br />

Alvaro aprovechó el momento culminante para ofrecerle uno de sus auténticos cigarros habanos. El<br />

mercachifle lo tomó rápidamente, le dio una dentellada a la punta y se lo encasquetó en las fauces. Pero<br />

continuó imperturbable, indicando el atado que deseaba inspeccionar.<br />

No había más remedio que mostrárselo. Mi socio trepó por la escalera y, sonriendo como un<br />

condenado a muerte, bajó con el grueso envoltorio. El comprador, interrumpiéndose para sacarle humo y<br />

más humo al puro de Alvaro, revisó una por una todas las pieles del paquete.<br />

El hombre levantaba una piel, la frotaba, la doblaba, la escupía y en seguida pasaba a otra, que a su<br />

vez era rasguñada, raspada, olfateada y dejada caer. Cuando al cabo terminó su inspección, paseó de<br />

nuevo su mirada de buitre por las estanterías colmadas con nuestras pieles de lobo de mar de un solo pelo<br />

y, por último, detuvo sus ojos en la frente de mi socio y experto en finanzas. El momento era emocionante.<br />

Entonces dijo con voz firme y seca una frase inmortal, al menos para nosotros.<br />

—Señores míos, yo no me caso con estos cueros —y se marchó para siempre, con el sombrero<br />

puesto como había entrado, fumando el soberbio cigarro de Alvaro, sin despedirse, matador implacable de<br />

todos nuestros ensueños millonarios.<br />

MIS PRIMEROS LIBROS<br />

Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas<br />

literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco<br />

poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo<br />

no me perdía por nada del mundo. Era la puesta de sol con grandiosos hacinamientos de colores, repartos<br />

de luz, abanicos inmensos de anaranjado y escarlata. El capítulo central de mi libro se llama "Los<br />

crepúsculos de Maruri". Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan<br />

que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.<br />

En 1923 se publicó ese mi primer libro: Crepusculario. Para pagar la impresión tuve dificultades y<br />

victorias cada día. Mis escasos muebles se vendieron. A la casa de empeños se fue rápidamente el reloj<br />

que solemnemente me había regalado mi padre, reloj al que él le había hecho pintar dos banderitas<br />

cruzadas. Al reloj siguió mi traje negro de poeta. El impresor era inexorable y, al final, lista totalmente la<br />

edición y pegadas las tapas, me dijo con aire siniestro: "No. No se llevará ni un solo ejemplar sin antes<br />

pagármelo todo". El crítico Alone aportó generosamente los últimos pesos, que fueron tragados por las<br />

fauces de mi impresor; y salí a la calle con mis libros al hombro, con los zapatos rotos y loco de alegría.<br />

¡Mi primer libro! Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino<br />

que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es<br />

un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos. Sin<br />

embargo, creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez durante su vida,<br />

esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante<br />

de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y<br />

bellas. Llegarán sus palabras trasvasadas a la copa de otros idiomas como un vino que cante y perfume en<br />

otros sitios de la tierra. Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese<br />

minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la<br />

altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta.<br />

Uno de mis versos pareció desprenderse de aquel libro infantil y hacer su propio camino: es el<br />

"Farewell", que hasta ahora se sabe de memoria mucha gente por donde voy. En el sitio más inesperado<br />

me lo recitaban de memoria, o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestara, apenas<br />

presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos<br />

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