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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

centavos. Ahora, siendo cónsul en dos colonias a la vez, podría retener (si entraban) dos veces ciento<br />

sesenta y seis dólares con sesenta y seis centavos, es decir, la suma de trescientos treinta y tres dólares<br />

con treinta y dos centavos (si entraban). Lo cual significaba, por de pronto, que dejaría de dormir en un catre<br />

de campaña. Mis aspiraciones materiales no eran excesivas.<br />

Pero ¿qué haría con Kiria, mi mangosta? ¿La regalaría a aquellos chicos irrespetuosos del barrio que<br />

ya no creían en su poder contra las serpientes? Ni pensarlo. La descuidarían, no la dejarían comer en la<br />

mesa como era su costumbre conmigo. ¿La soltaría en la selva para que volviera a su estado primitivo?<br />

Jamás. Sin duda había perdido sus instintos de defensa y las aves de rapiña la devorarían sin advertencia<br />

previa. Por otra parte, ¿cómo llevarla conmigo? En el barco no aceptarían tan singular pasajero.<br />

Decidí entonces hacerme acompañar en mi viaje por Brampy, mi boy cingalés. Era un gasto de<br />

millonario y era igualmente una locura, porque iríamos hacia países —Malasia, Indonesia—cuyos idiomas<br />

desconocía Brampy totalmente. Pero la mangosta podría viajar de incógnito en el cafamaum del puente,<br />

desapercibida dentro de un canasto. Brampy la conocía tan bien como yo. El problema era la aduana, pero<br />

el taimado Brampy se encargaría de burlarla.<br />

Y de ese modo, con tristeza, alegría y mangosta, dejamos la isla de Ceilán, rumbo a otro mundo<br />

desconocido.<br />

Resultará difícil entender por qué Chile tenía tantos consulados diseminados en todas partes. No<br />

deja de ser extraño que una pequeña república, arrinconada cerca del Polo Sur, envíe y mantenga<br />

representantes oficiales en archipiélagos, costas y arrecifes del otro lado del globo.<br />

En el fondo —explico yo—estos consulados eran producto de la fantasía y de la self—importance que<br />

solemos damos los americanos del Sur. Por otra parte, ya he dicho que en esos sitios lejanísimos<br />

embarcaban para Chile yute, parafina sólida para fabricar velas y, sobre todo, té, mucho té. Los chilenos<br />

tomamos té cuatro veces al día. Y no podemos cultivarlo. En cierta ocasión se produjo una inmensa huelga<br />

de obreros del salitre por carencia de este producto tan exótico. Recuerdo que unos exportadores ingleses<br />

me preguntaron en cierta ocasión, después de algunos whiskies, qué hacíamos los chilenos con tales<br />

cantidades exorbitantes de té.<br />

—Lo tomamos —les dije.<br />

(Si creían sacarme el secreto de algún aprovechamiento industrial, sentí decepcionarlos.) El<br />

consulado en Singapur tenía ya diez años de existencia. Bajé, pues, con la confianza que me daban mis<br />

veintitrés años de edad, siempre acompañado de Brampy y de mi mangosta. Nos fuimos directamente al<br />

Raies Hotel. Allí mandé lavar mi ropa que no era poca, y luego me senté en la veranda. Me extendí<br />

perezosamente en un easychair y pedí uno, dos y hasta tres ginpahit.<br />

Todo era muy Sommerset Maugham hasta que se me ocurrió buscar en la guía de teléfonos la sede<br />

de mi consulado. No estaba registrado, ¡diablos! Hice en el acto un llamado de urgencia a los<br />

establecimientos del gobierno inglés. Me respondieron, después de una consulta, que allí no había<br />

consulado de Chile. Pregunté entonces referencias del cónsul, señor Mansilla. No lo conocían.<br />

Me sentí abrumado. Tenía apenas recursos para pagar un día de hotel y el lavado de mi ropa. Pensé<br />

que el consulado fantasma tendría su sede en Batavia y decidí continuar viaje en el mismo barco que me<br />

trajo, el cual iba precisamente hasta Batavia y todavía estaba en el puerto. Ordené sacar mi ropa de la<br />

caldera donde se remojaba, Brampy hizo un bulto húmedo con ella, y emprendimos carrera hacia los<br />

muelles.<br />

Ya levantaban la escalera de a bordo. Jadeante subí los peldaños. Mis ex compañeros de viaje y los<br />

oficiales del buque me miraron sorprendidos. Me metí en la misma cabina que había dejado en la mañana y,<br />

tendido de espaldas en la litera, cerré los ojos mientras el vapor se alejaba del fatídico puerto.<br />

Había conocido en el barco a una muchacha judía. Se llamaba Kruzi. Era rubia, gordezuela, de ojos<br />

color naranja y alegría rebosante. Me dijo que tenía una buena colocación en Batavia. Me acerqué a ella en<br />

la fiesta final de la travesía. Entre copa y copa me arrastraba a bailar. Yo la seguía torpemente en las lentas<br />

contorsiones que se usaban en la época. Aquella última noche nos dedicamos a hacer el amor en mi<br />

cabina, amistosamente, conscientes de que nuestros destinos se juntaban al azar y por una sola vez. Le<br />

conté mis desventuras. Ella me compadeció suavemente y su pasajera ternura me llegó al alma.<br />

Kruzi, por su parte, me confesó la verdadera ocupación que la esperaba en Batavia. Había cierta<br />

organización más o menos internacional que colocaba muchachas europeas en los lechos de asiáticos<br />

respetables. A ella le habían dado opción entre un marajah, un príncipe de Siam y un rico comerciante<br />

chino. Se decidió por este último, un hombre joven pero apacible.<br />

Cuando bajamos a tierra, al día siguiente, divisé el Rolls Royce del magnate chino, y también el perfil<br />

del dueño a través de las floreadas cortinillas del automóvil. Kruzi desapareció entre el gentío y los<br />

equipajes.<br />

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