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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

mi poesía no es "olorosa ni aérea" sino tristemente terrenal, me parece que esos temas, tan repetidamente<br />

enlutados, tienen que ver con la intimidad retórica de aquella música que convivió conmigo.<br />

Años después, ya de regreso en Chile, me encontré en una tertulia, juntos y jóvenes, a los tres<br />

grandes de la música chilena. Fue, creo, en 1932, en casa de Marta Brunet.<br />

Claudio Arrau conversaba en un rincón con Domingo Santa Cruz y Armando Carvajal. Me acerqué a<br />

ellos, pero apenas me miraron. Siguieron hablando imperturbablemente de música y de músicos. Traté<br />

entonces de lucirme hablándoles de aquella sonata, la única que yo conocía.<br />

Me miraron distraídamente y desde arriba me dijeron:<br />

—¿César Franck? ¿Por qué César Franck? Lo que debes conocer es Verdi.<br />

Y siguieron en su conversación, sepultándome en una ignorancia de la que aún no salgo.<br />

SINGAPUR<br />

La verdad es que la soledad de Colombo no sólo era pesada, sino letárgica. Tenía algunos escasos<br />

amigos en la calleja en que vivía. Amigas de varios colores pasaban por mi cama de campaña sin dejar más<br />

historia que el relámpago físico. Mi cuerpo era una hoguera solitaria encendida noche y día en aquella costa<br />

tropical. Mi amiga Patsy llegaba frecuentemente con algunas de sus compañeras, muchachas morenas y<br />

doradas, con sangre de boers, de ingleses, de dravidios. Se acostaban conmigo deportiva y<br />

desinteresadamente.<br />

Una de ellas me ilustró sobre sus visitas a las hummerie. Así se llamaban los bungalows en que<br />

grupos de jóvenes ingleses, pequeños empleados de tiendas y compañías, vivían en común para<br />

economizar alfileres y alimentos. Sin ningún cinismo, como algo natural, me contó la muchacha que en una<br />

ocasión había fornicado con catorce de ellos.<br />

—¿Y cómo lo hiciste? —le pregunté.<br />

—Estaba sola con ellos aquella noche y celebraban una fiesta. Pusieron un gramófono y yo bailaba<br />

unos pasos con cada uno, y nos perdíamos durante el baile en alguno de los dormitorios. Así quedaron<br />

todos contentos.<br />

No era prostituta. Era más bien un producto colonial, una fruta cándida y generosa. Su cuento me<br />

impresionó y nunca tuve por ella sino simpatía.<br />

Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber<br />

en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la<br />

ducha; hacia el fondo de la casa.<br />

Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto<br />

que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o<br />

sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.<br />

El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido.<br />

Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que<br />

pasaba.<br />

Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había<br />

visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y<br />

dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le<br />

brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.<br />

Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi<br />

existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.<br />

Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal<br />

huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado.<br />

Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel<br />

trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina<br />

indiferente.<br />

Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había<br />

idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda<br />

sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la<br />

hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una<br />

estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se<br />

repitió la experiencia.<br />

Me costó trabajo leer el cablegrama. El Ministerio de Relaciones Exteriores me comunicaba un nuevo<br />

nombramiento. Dejaba yo de ser cónsul en Colombo para desempeñar idénticas funciones en Singapur y<br />

Batavia. Esto me ascendía del primer círculo de la pobreza para hacerme ingresar en el segundo. En<br />

Colombo tenía derecho a retener (si entraban) la suma de ciento sesenta y seis dólares con sesenta y seis<br />

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