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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

estremecimiento de soledad, aunque sea ficticio, así como el escritor maduro no hará nada sin el sabor de<br />

compañía humana, de sociedad.<br />

La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha. Dormí todo aquel tiempo en<br />

un catre de campaña como un soldado, como un explorador. No tuve más compañía que una mesa y dos<br />

sillas, mi trabajo, mi perro, mi mangosta y el boy que me servía y regresaba a su aldea por la noche. Este<br />

hombre no era propiamente compañía; su condición de servidor oriental lo obligaba a ser más silencioso<br />

que una sombra. Se llamaba o se llama Brampy. No era preciso ordenarle nada, pues todo lo tenía listo: mi<br />

comida en la mesa, mi ropa acabada de planchar, la botella de whisky en la veranda. Parecía que se le<br />

había olvidado el lenguaje. Sólo sabía sonreír con grandes dientes de caballo.<br />

La soledad en este caso no se quedaba en tema de invocación literaria sino que era algo duro como<br />

la pared de un prisionero, contra la cual puedes romperte la cabeza sin que nadie acuda, así grites y llores.<br />

Yo comprendía que a través del aire azul, de la arena dorada, más allá de la selva primordial, más<br />

allá de las víboras y de los elefantes, había centenares, millares de seres humanos que cantaban y<br />

trabajaban junto al agua, que hacían fuego y moldeaban cántaros; y también mujeres ardientes que dormían<br />

desnudas sobre las delgadas esteras, a la luz de las inmensas estrellas. Pero, ¿cómo acercarme a ese<br />

mundo palpitante sin ser considerado un enemigo?<br />

Paso a paso fui conociendo la isla. Una noche atravesé todos los oscuros suburbios de Colombo para<br />

asistir a una comida de gala. De una casa oscura partía la voz de un niño o de una mujer que cantaba. Hice<br />

detener el ricksha. Al lado de la puerta pobre me asaltó una emanación que es el olor inconfundible de<br />

Ceilán: mezcla de jazmines, sudor, aceite de coco, frangipán y magnolia. Las caras oscuras, confundidas<br />

con el color y el olor de la noche, me invitaron a pasar. Me senté silencioso en las esteras, mientras<br />

persistía en la oscuridad la misteriosa voz humana que me había hecho detenerme, voz de niño o de mujer,<br />

trémula y sollozante, que subía hasta lo indecible, se cortaba de pronto, bajaba hasta volverse oscura como<br />

las tinieblas, se adhería al aroma de los frangipanes, se enroscaba en arabescos y caía de pronto —con<br />

todo su peso cristalino—como si el más alto de los surtidores hubiese tocado el délo para desplomarse en<br />

seguida entre los jazmines.<br />

Mucho tiempo continué allí, estático bajo el sortilegio de los tambores y la fascinación de aquella voz,<br />

y luego continué mi camino, borracho por el enigma de un sentimiento indescifrable, de un ritmo cuyo<br />

misterio salía de toda la tierra. Una tierra sonora, envuelta en sombra y aroma.<br />

Los ingleses ya estaban sentados a la mesa, vestidos de negro y blanco.<br />

—Perdónenme. En el camino me detuve a oír música —les dije.<br />

Ellos, que habían vivido veinticinco años en Ceilán, se sorprendieron elegantemente. ¿Música?<br />

¿Tenían música los nativos? Ellos no lo sabían. Era la primera noticia.<br />

Esta terrible separación de los colonizadores ingleses con el vasto mundo asiático nunca tuvo<br />

término. Y siempre significó un aislamiento antihumano, un desconocimiento total de los valores y la vida de<br />

aquella gente.<br />

Había excepciones en el colonialismo; lo indagué más tarde. De pronto algún inglés del Club Service<br />

se enamoraba perdidamente de una beldad india. Era de inmediato expulsado de su puesto y aislado de<br />

sus compatriotas como un leproso. Sucedió también por aquel tiempo que los colonizadores ordenaron<br />

quemar la cabaña de un campesino cingalés, con el propósito de desalojarlo y expropiar sus tierras. El<br />

inglés que debía ejecutar las órdenes de arrasar la choza era un modesto funcionario. Se llamaba Leonard<br />

Woolf. Pero se negó a hacerlo y fue privado de su cargo. Devuelto a Inglaterra, escribió allí uno de los<br />

mejores libros que se haya escrito jamás sobre el Oriente: "A village in the jungle", obra maestra de la<br />

verdadera vida y de la literatura real, un tanto o un mucho apabullada por la fama de la mujer de Woolf,<br />

nada menos que Virginia Woolf, grande escritora subjetiva de renombre universal.<br />

Poco a poco comenzó a romperse la corteza impenetrable y tuve algunos pocos y buenos amigos.<br />

Descubrí al mismo tiempo la juventud impregnada de colonialismo cultural que no hablaba sino de los<br />

últimos libros aparecidos en Inglaterra. Encontré que el pianista, fotógrafo, crítico, cinematografista, Lionel<br />

Wendt, era el centro de la vida cultural que se debatía entre los estertores del imperio y una reflexión hacia<br />

los valores vírgenes de Ceilán.<br />

Este Lionel Wendt, que poseía una gran biblioteca y recibía los últimos libros de Inglaterra, tomó la<br />

extravagante y buena costumbre de mandar a mi casa, situada lejos de la ciudad, un ciclista cargado con un<br />

saco de libros cada semana. Así, durante aquel tiempo, leí kilómetros de novelas inglesas, entre ellas Lady<br />

Chatterley en su primera edición privada publicada en Florencia. Las obras de Lawrence me impresionaron<br />

por su aproximación poética y cierto magnetismo vital dirigido a las relaciones escondidas entre los seres.<br />

Pero pronto me di cuenta de que, a pesar de su genio, estaba frustrado como tantos grandes escritores<br />

ingleses, por su prurito pedagógico. D. H. Lawrence sienta una cátedra de educación sexual que tiene poco<br />

que ver con nuestro espontáneo aprendizaje de la vida y del amor. Terminó por aburrirme, decididamente,<br />

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