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CONFIESO QUE HE VIVIDO PABLO NERUDA Memorias Estas ...

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Confieso que he vivido. <strong>Memorias</strong> Pablo Neruda<br />

Yo estaba en México cuando murió su madre, doña Leocadia Prestes. Ella había recorrido el mundo<br />

demandando la liberación de su hijo. El general Lázaro Cárdenas, ex presidente de la República Mexicana,<br />

telegrafió al dictador brasileño pidiendo para Prestes algunos días de libertad que le permitieran asistir al<br />

entierro de su madre. El presidente Cárdenas, en su mensaje, garantizaba con su persona el regreso de<br />

Prestes a la cárcel. La respuesta de Getulio Vargas fue negativa.<br />

Compartí la indignación de todo el mundo y escribí un poema en honor de doña Leocadia, en<br />

recuerdo de su hijo ausente y en execración del tirano.<br />

Lo leí junto a la tumba de la noble señora que en vano golpeó las puertas del—mundo para liberar a<br />

su hijo. Mi poema empezaba sobriamente:<br />

Señora, hiciste grande, más grande a nuestra América. Le diste un río puro de colosales aguas: le<br />

diste un árbol grande de infinitas raíces: un hijo tuyo digno de su patria profunda.<br />

Pero, a medida que el poema continuaba se hacía más violento contra el déspota brasileño.<br />

Lo seguí leyendo en todas partes y fue reproducido en octavillas y en tarjetas postales que<br />

recorrieron el continente.<br />

Una vez, de paso por Panamá, lo incluí en uno de mis recitales, luego de haber leído mis poemas de<br />

amor. La sala estaba repleta y el calor del istmo me hacía transpirar. Empezaba yo a leer mis imprecaciones<br />

contra el presidente Vargas cuando sentí secarse mi garganta. Me detuve y alargué la mano hacia un vaso<br />

que estaba cerca de mí. En ese instante vi que una persona vestida de blanco se acercaba presurosa hacia<br />

la tribuna. Yo, creyendo que se trataba de un empleado subalterno de la sala, le tendí el vaso para que me<br />

lo llenara de agua. Pero el hombre vestido de blanco lo rechazó indignado y dirigiéndose a la concurrencia<br />

gritó nerviosamente: "Soy o Embaxaidor do Brasil. Protesto porque Prestes es sólo un delincuente común..."<br />

A estas palabras, el público lo interrumpió con silbidos estruendosos. Un joven estudiante de color,<br />

ancho como un armario, surgió de en medio de la sala y, con las manos dirigidas peligrosamente a la<br />

garganta del embajador, se abrió paso hacia la tribuna. Yo corrí para proteger al diplomático y por suerte<br />

pude lograr que saliera del recinto sin mayor desmedro para su investidura.<br />

Con tales antecedentes, mi viaje desde Isla Negra a Brasil para tomar parte en el regocijo popular,<br />

pareció natural a los brasileños. Quedé sobrecogido cuando vi la multitud que llenaba el estadio de<br />

Pacaembú, en Sáo Paulo. Dicen que había más de ciento treinta mil personas. Las cabezas se veían<br />

pequeñísimas dentro del vasto círculo. A mi lado Prestes, diminuto de estatura, me pareció un lázaro recién<br />

salido de la tumba, pulcro y acicalado para la ocasión. Era enjuto y blanco hasta la transparencia, con esa<br />

blancura extraña de los prisioneros. Su intensa mirada, sus grandes ojeras moradas, sus delicadísimas<br />

facciones, su grave dignidad, todo recordaba el largo sacrificio de su vida. Sin embargo habló con la<br />

serenidad de un general victorioso.<br />

Yo leí un poema en su honor que escribí pocas horas antes. Jorge Amado le cambió solamente la<br />

palabra albañiles por la portuguesa "pedreiros". A pesar de mis temores, mi poema leído en español fue<br />

comprendido por la muchedumbre. A cada línea de mi pausada lectura estalló el aplauso de los brasileños.<br />

Aquellos aplausos tuvieron profunda resonancia en mi poesía. Un poeta que lee sus versos ante ciento<br />

treinta mil personas no sigue siendo el mismo, ni puede escribir de la misma manera después de esa<br />

experiencia.<br />

Por fin me encuentro frente a frente con el legendario Luis Carlos Prestes. Está esperándome en la<br />

casa de unos amigos suyos. Todos los rasgos de Prestes —su pequeña estatura, su del gadez, su blancura<br />

de papel transparente—adquieren una precisión de miniatura. También sus palabras, y tal vez su<br />

pensamiento, parecen ajustarse a esta representación exterior.<br />

Dentro de su reserva, es muy cordial conmigo. Creo que me dispensa ese trato cariñoso que<br />

frecuentemente recibimos los poetas, una condescendencia entre tierna y evasiva, muy parecida a la que<br />

adoptan los adultos al hablar con los niños.<br />

Prestes me invitó a almorzar para un día de la semana siguiente. Entonces me sucedió una de esas<br />

catástrofes sólo atribuible al destino o a mi irresponsabilidad. Sucede que el idioma portugués, no obstante<br />

tener su sábado y su domingo, no señala los demás días de la semana como lunes, martes, miércoles, etc.,<br />

sino con las endiabladas denominaciones de segonda feíra, tersa Jeira, quarta Jeira, saltándose la primera<br />

Jeira para complemento. Yo me enredo enteramente en esas feiras, sin saber de qué día se trata.<br />

Me fui a pasar algunas horas en la playa con una bella amiga brasileña, recordándome a mí mismo a<br />

cada momento que al día siguiente me había citado Prestes para almorzar. La quarta feira me enteré de<br />

que Prestes me esperó la tersa Jeira inútilmente con la mesa puesta mientras que yo pasaba las horas en la<br />

playa de Ipanema. Me buscó por todas partes sin que nadie supiera mi paradero. El ascético capitán había<br />

encargado, en honor a mis predilecciones, vinos excelentes que tan difícil era conseguir en el Brasil. Ibamos<br />

a almorzar los dos solos.<br />

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