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Artifex cuarta época - Asociación Cultural Xatafi

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Francisco Ruiz<br />

116<br />

Piedra y plumas<br />

Ellos no estaban allí. Ellos no conocieron a Alaro, ellos no escucharon<br />

su narración acerca del encuentro con la anjana, ellos no pasaron<br />

días aterrorizados por la presencia del ojáncano.<br />

Ellos no subieron a buscarle al día siguiente a las cumbres.<br />

Ellos no estaban allí para ver lo que ocurría en ese pequeño valle<br />

sito entre dos colinas. No vieron las ramas rotas del tejo, cubiertas de<br />

musgo y algas, ni los descomunales huesos descarnados del ojáncano.<br />

Ellos no vieron a esa criatura retorcida, del tamaño de un zagal,<br />

encogido como un ovillo junto a los restos del gigante. Sus ojos miraban<br />

ciegos, dotados de un brillo que iba más allá de la cordura, de la<br />

locura.<br />

Algunos (entre ellos mi padre) se acercaron a él y comprobaron<br />

horrorizados que en efecto se trataba de Alaro. Mi padre, aún no sé si<br />

por cobardía o a razón de algún instinto irracional, se apartó de él como<br />

de una llama: fue uno de los pocos que escapó sano y salvo. Porque<br />

Alaro empezó a murmurar y de su boca surgió un vaho denso, una bruma<br />

que se unió a la que empezaba a descender por las laderas. Todavía<br />

escucho con horror los gritos de la gente:<br />

—Nuberos, son nuberos. ¡Vienen los nuberos!<br />

Algunos se quedaron anonadados contemplando cómo las formas<br />

brumosas se solidifi caban, cómo abrazaban a hombres y mujeres... Y les<br />

alzaban hacia las alturas. Mientras de la anómala humedad que empapaba<br />

los restos del tejo surgía una mujer, la más bella que jamás hubiera<br />

visto, una mujer que con voz dulce dijo:<br />

—Venid a mí, hijos míos, juguetes míos. Contemplad mi gloria,<br />

conoced mi poder. Temed mi voluntad. Y obedeced.<br />

Los que pudimos huir lo hicimos. Al día siguiente Sisidnea y el<br />

sacerdote subieron de nuevo, armados con los más potentes talismanes<br />

y los más recios hombres. Consagraron el lugar, enterraron los<br />

huesos del gigante y talaron los restos del tejo. De Alaro no quedaba<br />

huella alguna. Días después se erigió un menhir allá justo donde el<br />

cuerpo del pastor había yacido: debería hacer de tapón e impedir la<br />

salida de nuevo de aquellos seres maléfi cos. El menhir aun sigue ahí,<br />

bloqueando el portal. Pero algunos dicen que en los momentos de silencio,<br />

cuando no sopla el viento sobre ese valle de las alturas, si uno

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