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Artifex cuarta época - Asociación Cultural Xatafi

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Alejandro Carneiro<br />

120<br />

Al-Iksir<br />

cuello se volvió cristal en tensión y sus manos destellaron en los bordes<br />

del traje. Los ojos, prisioneros en una cara rígida, buscaron al príncipe<br />

antes de extinguirse en un terror sumergido en esplendor veneciano.<br />

Toda cristal. El pensamiento fugaz se había materializado. La joven era<br />

una estatua donde se refl ejaba multiplicado el horror del príncipe. Quiso<br />

tocarla de nuevo. Arreglar su error pensando en la imagen de su piel<br />

y en el embrujo de su cabello. Quizá no fuera tarde. Podría hacerlo, su<br />

deseo era todopoderoso. Pero el caballo se movió ligeramente y la estatua<br />

perdió el equilibrio. Cayó en el mar verde. Se hizo añicos al chocar<br />

contra el suelo, inundando de brillo las entrañas de la hierba.<br />

Las grullas despertaron asustadas y levantaron el vuelo, mientras<br />

el grito de dolor del príncipe inundaba la inmensidad de la estepa.<br />

Berlín. Septiembre, 1939<br />

El café estaba casi vacío aquella mañana de luz juguetona, mientras el<br />

sol acariciaba los últimos restos del verano. Desde la mesa del fondo se<br />

veía pasar por la acera a la gente en dirección a la estación de cercanías.<br />

Un mosaico formado por parejas de novios, familias de paseo y niños<br />

de sonrisa alegre, junto a grupos de jóvenes de las juventudes hitlerianas<br />

bromeando sobre divisiones acorazadas. Todos seguidos de cerca<br />

por soldados que buscaban distraer su espera antes de visitar el frente.<br />

Media ciudad dispuesta a remendar el día en los parques de las afueras,<br />

como el encantador Sans Souci, evocador de placeres poco patrióticos.<br />

Hasta la nueva guerra no parecía más que un tema de travieso atractivo.<br />

Una broma con polacos asustados.<br />

En la mesa sólo un hombre veía pasar la procesión de gente. El<br />

otro estaba de espaldas a la cristalera y miraba atento a su interlocutor,<br />

sin importarle sus continuos desvíos de mirada cuando un grupo de<br />

jovencitas desfi laba por la pasarela callejera. Tomaba un café solo, sin<br />

azúcar, pero tranquilo como una estatua. No hablaba apenas, sonreía<br />

ante la verborrea agitada de su acompañante. Pero su sonrisa no era<br />

agradable ni respetuosa.

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