Artifex cuarta época - Asociación Cultural Xatafi
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Alejandro Carneiro<br />
131<br />
Al-Iksir<br />
Führer y nada las evita —el comandante dio por zanjada la conversación<br />
doblando el mapa—. Usted fue elegido el hombre indicado para<br />
llevarlas a cabo. Considérelo un honor. El profesor le dará más detalles.<br />
Yo los desconozco y no quiero saberlos. Es asunto secreto de Berlín.<br />
—Por Dios, mi comandante, es de locos, y lo sabe.<br />
El comandante alzó los ojos pero no le miró. No miraba nada.<br />
Su rostro parecía cincelado en hielo espeso, como si los dos inviernos<br />
de campaña le hubiesen transformado en un bloque con cicatrices<br />
animadas.<br />
—Lo sé, claro que sé la locura que encierra su misión. Pero debe<br />
ir alguien, Dietl. Usted tiene algunas posibilidades de lograrlo. Así que<br />
partirán en una hora. Ahora puede irse.<br />
—Vamos, domn Dietl. Tenga fe. No será un suicidio. Le aseguro<br />
que yo no vengo con esas intenciones.<br />
A Dietl las intenciones de semejante sujeto le traían sin cuidado.<br />
Salió de la estancia sin dar el saludo de rigor, con Eminescu pegado a la<br />
sombra de sus botas.<br />
Se tardó menos de una hora en juntar el grupo de la misión y su<br />
equipo. El soldado Hurenson, el sargento Stern y el teniente acompañarían<br />
al estrafalario profesor rumano de la pajarita verde, que se negaba<br />
de forma cortés a describir el objeto de valor por el que iban a arriesgar<br />
sus vidas. El profesor Eminescu sólo dejaba entrever que aunque de precio<br />
incalculable, no era muy evidente a simple vista, por lo que debían<br />
fi arse de sus indicaciones. Sobre todo, les pedía que guardaran fe de sus<br />
palabras, que su misión no sería una más en la lista, sino la más heroica<br />
que soldados alemanes hubiesen realizado jamás por el Reich. El futuro<br />
confi rmaría sus palabras. Pero tales palabras por ahora causaron un<br />
efecto nulo en sus oyentes. Todos ya estaban vacunados de semejantes<br />
anuncios y la curiosidad insatisfecha les volvió más incisivos que de<br />
costumbre. El frente de Stalingrado tenía sus propias reglas. El teniente<br />
estaba algo apartado, consiguiendo información de última hora de un<br />
observador de artillería, por lo que Hurenson miró al sargento Stern y<br />
tras recibir el guiño de conformidad apoyó su querida Sh-41 en la barriga<br />
del profesor.<br />
—Dilo ya, ¿qué vamos a buscar, rumano de mierda?