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profundo. O más deshabitado por el ruido humano,<br />
por la polución mental. Con el motor apagado se<br />
despliega otro mundo. ¿Se acuerdan de la serie de<br />
televisión Kung Fu? “Maestro, maestro, ¿cómo<br />
puedes escuchar el sonido de una langosta?”. Y el<br />
maestro de ojos fulgurantes y mirada ciega le<br />
responde al discípulo: “Cómo es que tú no puedes”.<br />
Bueno, no estoy muy segura si el discípulo<br />
preguntaba por el sonido de la langosta o de otro<br />
animalejo, quizás un bicho bolita o una vaquita de<br />
San Antonio. ¿Cómo no puedes escuchar a una<br />
vaquita de la suerte, amigo Kuan Chan Kein? Me<br />
bajo <strong>del</strong> auto y aguzo el oído, dispuesta a<br />
convertirme en una alumna de la naturaleza: ¡ranas,<br />
mamboretás, libélulas, mariposas, puedo oírlas,<br />
salgan de sus escondites! Pero no bien me salta un<br />
bicho desconocido sobre la sandalia, pego un grito,<br />
doy un salto, lo catapulto con mi mano al fondo <strong>del</strong><br />
bosque de álamos y me pregunto si no debiéramos<br />
resguardarnos en el interior <strong>del</strong> automóvil para<br />
quedar a salvo <strong>del</strong> ataque de las fieras y las<br />
alimañas. Sobre todo de las alimañas. Pienso que en<br />
lugar de intentar compenetrarme con la zoología <strong>del</strong><br />
Parque, debiera empezar con la botánica. Las plantas<br />
son más tranquilas. Recojo algunas ramas y pepitas<br />
de eucaliptus. Pondero el olor <strong>del</strong> bosque oteando el<br />
aire con la punta de la nariz dirigida hacia las nubes<br />
y recuerdo a ese novio de la adolescencia que curaba<br />
mis resfríos haciéndome inhalar un agua en la que<br />
había hervido previamente las mismas pepitas de<br />
eucaliptus que ahora engrosan los bolsillos de mis<br />
pantalones. Su mamá era profesora de yoga, creo.<br />
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