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-¿Y qué hiciste? -le pregunto, tardíamente<br />
preocupado.<br />
-Nada -me informa Charly-: le canté una<br />
canción y siguió durmiendo.<br />
-O sea, de hecho, los primeros músicos que iban<br />
a grabar ahí eran amigos de David -Gustavo se<br />
queda en silencio y yo evoco esa insólita imagen de<br />
Charly, cantándole a una beba para que vuelva a<br />
dormirse.<br />
-¿Nunca le preguntaste a Charly qué canción le<br />
había cantado a Violeta?<br />
-No... -me contesta sorprendido-. ¿Para qué?<br />
Me encojo de hombros. En realidad, no sé qué<br />
contestarle. Pero es lo primero que hubiera querido<br />
saber de haberse tratado de mi hija: qué canción le<br />
cantó ese ícono <strong>del</strong> rock argentino que es Charly<br />
García. Después le hubiera comprado el disco y le<br />
hubiera seguido poniendo esa canción todas las<br />
noches. Y veinte, veinticinco, treinta años más tarde,<br />
en el casamiento de mi hija, le habría pedido al discjóckey<br />
que le pase a la nena la canción con que<br />
Charly resolvió, en cinco minutos, toda la saga <strong>del</strong><br />
Duérmete niño. Pero la economía masculina <strong>del</strong><br />
lenguaje no se pregunta por el qué sino por el para<br />
qué.<br />
Mientras yo pensaba estas cosas, Gustavo agregó:<br />
-Sí, por supuesto que hubo roces, por supuesto<br />
que hubo que poner límites en determinados<br />
momentos. Y, si bien había una relación personal en<br />
la mayoría de los casos -aclara Gustavo- no todos<br />
los que venían se hacían amigos. Muchos llegaban<br />
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