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Arquetipos cristianos - Fundación Gratis Date

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«Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra»,<br />

dijo Dios al crear al hombre. Los Padres de la Iglesia<br />

enseñaban que la imagen es algo ontológico en el ser<br />

humano, algo imperdible; la semejanza, en cambio, es<br />

más bien ética o moral; si la imagen es el ser, la semejanza<br />

es el quehacer. Todo el sentido de la vida del hombre<br />

consiste en ir de la imagen a la semejanza, acercándose<br />

así al Arquetipo original. En lenguaje de Scheler: «ser, en<br />

el sentido pleno de la palabra, es ser capaz de seguir en<br />

pos del Arquetipo». O, como escribe Caponnetto, «al<br />

hombre le corresponde el tránsito del deber-ser ideal y<br />

normativo al ser real, hacer que su esencia valiosa tenga<br />

existencia plena concreta».<br />

La sabiduría griega logró atisbar esta vocación modélica<br />

que oculta el hombre en sus mismas entrañas. Especialmente<br />

Platón, en su célebre alegoría de la Caverna, donde<br />

lo que en definitiva se propone es convocar a los<br />

cautivos para que emerjan a la superficie y renuncien a<br />

lo rastrero, de modo que, superando su estado de extrañamiento,<br />

se eleven hacia la contemplación esplendente<br />

de las formas ideales. En el pensamiento de Platón, el<br />

descubrimiento de lo que debe ser el hombre normal, no<br />

es, como para nuestros contemporáneos, el resultado de<br />

una compulsa estadística que nos da la media aritmética,<br />

el uomo qualunque, sino que lo normal es lo normativo,<br />

y por tanto lo superior y ejemplar. Esta idea cautivó al<br />

mundo griego y se reflejó hasta en las artes. A Fidias se<br />

le ha comparado con Sócrates, porque en sus mármoles<br />

uno, y en sus enseñanzas el otro, ofrecieron las pautas de<br />

un elevado deber-ser, siempre en dependencia de los modelos<br />

arquetípicos.<br />

IV. El hombre, una vocación a la transcendencia<br />

Resulta curioso, pero el hombre es un ser esencialmente<br />

inestable. Está hecho para trascenderse, tiene la<br />

vocación de la trascendencia. No puede reducirse a permanecer<br />

en los límites de un humanismo clausurado en<br />

sí mismo: o se trasciende elevándose, o se trasciende<br />

degradándose; o se trasciende para arriba o se trasciende<br />

para abajo. Según Scheler, el núcleo sustancial del<br />

hombre se concentra en este impulso, en esta tendencia<br />

espiritual a trascenderse. Thibon lo ha expresado a su<br />

modo:<br />

«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismo<br />

más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene<br />

límites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios,<br />

dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».<br />

Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándose,<br />

como han hecho los santos, o se degrada animalizándose,<br />

como el hijo pródigo que, tras renunciar a su<br />

filiación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. La<br />

decisión es intransferiblemente personal.<br />

Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cada<br />

cual debe aceptarse como es». Los arquetipos y modelos<br />

se proponen a nuestra consideración precisamente<br />

para que no nos aceptemos como somos, sino que nos<br />

decidamos a trascendernos. «Somos viajeros en busca<br />

de la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojos<br />

para reconocer el camino». Cuenta Cervantes que los<br />

rústicos que escuchaban al Quijote en las ventas terminaban<br />

arrobados por su discurso. Es que aquellas palabras<br />

encendidas les permitían reencontrarse con lo mejor<br />

de ellos mismos, elevando sus corazones por encima<br />

de la trivialidad cotidiana.<br />

La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hecha<br />

de abdicación y termina en el hastío y en la angustia,<br />

reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Dios<br />

quien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo subli-<br />

P. Alfredo Sáenz, S. J. – <strong>Arquetipos</strong> <strong>cristianos</strong><br />

4<br />

me, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser distintos<br />

y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrar<br />

el círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo tendiendo<br />

a lo superior, llegamos a ser auténticamente nosotros<br />

mismos; sólo accediendo a la atracción de las<br />

alturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemos<br />

capaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y de<br />

los demás.<br />

La Declaración de los Derechos del Hombre, tal como<br />

brotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyó<br />

a crear en los hombres una conciencia de acreedores<br />

exigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda de<br />

servicio que sobre todos pesa.<br />

Por cierto que no han faltado malentendidos en este<br />

tema de la superación del hombre. Por ejemplo el de<br />

Hegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombre<br />

en su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su arquetipo<br />

del superhombre. Nietzsche comenzó bien, rebelándose<br />

contra un mundo que llevaba en su frente los<br />

signos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimidad<br />

y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués;<br />

denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidad<br />

del hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la plaza<br />

pública», la cifra-promedio y el seguir la corriente;<br />

entendió con claridad los riesgos del triunfo de la medianía<br />

como norma, del mediocre como paradigma y de la<br />

cantidad como calidad. Su reivindicación casi desesperada<br />

de los valores de la jerarquía y de la auténtica autoridad<br />

hizo que autores como Thibon vieran en él una<br />

especie de místico frustrado, según este último explicó<br />

detalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el declinar<br />

del espíritu.<br />

Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivocó<br />

el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causas<br />

del mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cristianismo,<br />

cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir.<br />

Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre la<br />

tumba de Dios. El hombre se convertiría en superhombre<br />

si primero se hacía deicida. Mas su propia experiencia<br />

le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios,<br />

el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuando<br />

pretende elevarlo de manera prometeica. Su superhombre<br />

es casi «bestial», sin sombra de compasión ni<br />

de piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización?<br />

Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios ha<br />

muerto, viva el hombre», un eco de la promesa del demonio<br />

en la tentación a nuestros primeros padres: «Seréis<br />

como dioses». En última instancia, Nietzsche es<br />

deudor del error antropocéntrico: matar a Dios para divinizar<br />

al hombre.<br />

Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es el<br />

que nos propone Jung, una pretendida trascendencia de<br />

orden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricas<br />

o de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto que<br />

Jung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se quedó<br />

en las aguas de una jofaina, con sus patologías y sus<br />

reduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo toda<br />

la realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicológico<br />

a la hipertrofia del inconsciente.<br />

Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias fallidas<br />

para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre.<br />

En los tres casos se trata de una suerte de<br />

autotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Espíritu<br />

Absoluto, la del hombre que se extravía en un hipotético<br />

superhombre, y la del hombre que busca<br />

trascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascendencias<br />

que, en última instancia, no son sino<br />

trasdescendencias.

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