Arquetipos cristianos - Fundación Gratis Date
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Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endiosamiento<br />
verdadero del hombre, convocado a ser como<br />
Dios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás a<br />
nuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nos<br />
impele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son justamente<br />
los arquetipos y los modelos los que ayudan a<br />
lanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plasmando<br />
almas y forjando metas, tanto en el orden natural<br />
cuanto en el sobrenatural.<br />
Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hecho<br />
Scheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúa<br />
desde afuera, el segundo influye recónditamente, en la<br />
interioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar,<br />
el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetración<br />
de este último es más honda. El modelo o paradigma<br />
tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bueno<br />
y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece el<br />
alma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son,<br />
por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden ser<br />
modelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espontánea<br />
e implicita. Por lo demás, según sean nuestros<br />
modelos, nuestros sueños ideales y normativos, así serán<br />
los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.<br />
El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imán<br />
que verticaliza los espíritus, estableciendo algo así como<br />
una ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aquellas<br />
reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:<br />
«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretexto<br />
de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y,<br />
con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales;<br />
sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con la<br />
parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino,<br />
por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa por<br />
su poder y valor».<br />
Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese<br />
«principio divino» es justamente el que se extasía frente<br />
al arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación de<br />
su anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo.<br />
Bien afirma Caponnetto que:<br />
«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una imperiosa<br />
y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene a<br />
quebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o de<br />
sujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, su<br />
presencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo natural<br />
del espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocación<br />
jerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a un<br />
Orden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de la<br />
verdadera libertad».<br />
He aquí por donde pasa la decisión radical en la vida<br />
de cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándose<br />
encandilar por el brillo de las cosas que le son inferiores,<br />
o proponerse una existencia vertical, con su inevitable<br />
cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orientada<br />
hacia la contemplación del Arquetipo y la emulación<br />
de sus virtudes. La verdadera paideia no es, en última<br />
instancia, sino la preocupación constante por encauzar<br />
al educando hacia la mímesis del paradigma.<br />
V. Los diversos arquetipos<br />
¿Y cuáles son, concretamente, estos arquetipos, para<br />
nosotros, los <strong>cristianos</strong>?<br />
Como dijimos más arriba, el Arquetipo por antonomasia<br />
es Dios, nada menos que Dios, del cual derivan todos<br />
los aspectos estimulantes de los otros arquetipos –<br />
los paradigmas humanos– . En una de sus humoradas,<br />
Cristo nos dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial<br />
es perfecto». Decimos que es una humorada porque<br />
jamás nos será posible igualar la perfección infinita<br />
de Dios. Lo que se nos quiere expresar es que, en el<br />
Los arquetipos y la admiración<br />
5<br />
camino del progreso espiritual, la medida es sin medida,<br />
que no hay «bastas» que valgan. El único «basta» lo pronuncia<br />
la muerte.<br />
Más cercana a nosotros se nos ofrece la figura de Cristo<br />
como Modelo Supremo, el Verbo que se hizo carne para<br />
divinizar nuestra carne, el Hijo de Dios que se hizo Hijo<br />
del hombre para que los hijos de los hombres llegásemos<br />
a ser hijos de Dios. He aquí un auténtico y fascinante<br />
Arquetipo, puesto a nuestra consideración para que, imitando<br />
sus virtudes, nos trascendamos ilimitadamente. El<br />
mismo que se proclamó camino, nos invita a seguir su<br />
huella. «Venid en pos de mí», «aprended de mí», «os he<br />
dado ejemplo para que vosotros hagais como yo he hecho»...<br />
Todo el cristianismo puede ser considerado a la<br />
luz del seguimiento de Cristo. Este seguimiento no es<br />
una acción a distancia, es una mímesis de Cristo que<br />
conduce a la identificación con Él, a poder decir un día<br />
con el Apóstol: «ya no vivo yo sino que es Cristo el que<br />
vive en mí».<br />
Seguimiento de Cristo, decíamos, pero también de<br />
aquéllos que, habiendo imitado a Cristo con espíritu magnánimo,<br />
participan más de cerca de su ejemplaridad. Nos<br />
referimos a los Santos. En cada uno de ellos se revela<br />
algún aspecto peculiar del Cristo polifacético. No deja de<br />
ser revelador el drama que representa para los protestantes<br />
su rechazo de la veneración de los santos. Acertadamente<br />
señaló Jung que la historia del protestantismo es<br />
una historia de continua iconoclastia, y por tanto de divorcio<br />
entre la conciencia de los hombres y los grandes<br />
arquetipos. Advirtamos que no siempre los santos son<br />
modélicos porque sus virtudes y cualidades hayan resultado<br />
o resulten agradables al espíritu de una época determinada.<br />
Con frecuencia atraen a pesar de no coincidir<br />
con los gustos predominantes en una sociedad dada; más<br />
aún, atraen precisamente en el grado en que contrarían y<br />
corrigen los errores del tiempo en que vive el que los<br />
admira. Bien señalaba Chesterton:<br />
«La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne,<br />
sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida<br />
por el santo que más la contradice».<br />
Dios, Cristo, los Santos. Pero también son paradigmáticos<br />
los Héroes. Cuando García Morente buscó el<br />
mejor modo de explicar la Hispanidad, encontró en el<br />
caballero cristiano, concretamente en el Cid Campeador,<br />
el arquetipo más apropiado y de alcances más hondos.<br />
Vale la pena recordar los motivos de dicha elección:<br />
«Lo que necesitarmos para simbolizar la Hispanidad es un tipo,<br />
un tipo ideal, es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí<br />
mismo individual y concreto, no lo sea sin embargo en su relación<br />
con nosotros. Un hombre que, viviendo en nuestra mente con todos<br />
los caracteres de la realidad viva, no sea sin embargo ni éste ni<br />
aquél..., un hombre, en suma, que represente como en la condensación<br />
de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, el<br />
sistema típicamente español de las preferencias absolutas, el diseño<br />
ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo español<br />
quiere ser».<br />
Estos modelos no podrán ser hombres banales,<br />
trivializados por la cotidianeidad, sino hombres superiores,<br />
héroes o mártires, hayan triunfado o no en sus empeños.<br />
La elección del arquetipo es fundamental para el<br />
individuo, por lo que decía San Agustín:<br />
«Nemo est qui non amet, sed quaeritur quid amet. Non ergo<br />
admonemur ut non amemus, sed ut eligamus quid amemus –Nadie<br />
hay que no ame, de lo que se trata es de saber qué ama. No se nos<br />
nos dice que no amemos, sino que elijamos lo que amemos».<br />
Pero también dicha elección es fundamental para las<br />
naciones. Por lo que el mismo San Agustín escribió en<br />
su obra De Civitate Dei: