Arquetipos cristianos - Fundación Gratis Date
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se conserva la fe. Tal es el celo y constancia que desde tiempo<br />
inmemorial tienen por ella sus habitantes, que no permiten vivir allí<br />
a ningún cristiano nuevo, ni desde que hay memoria de cristianismo<br />
se sabe de uno solo a quien se haya notado ni de sospecha de<br />
herejía».<br />
Tal fue el ambiente que respiró el joven Iñigo. Hugo<br />
Rahner, en un luminoso estudio que escribió sobre nuestro<br />
santo, dice que en aquella herencia cultural se encuentra<br />
ya en germen tanto el libro de los Ejercicios, como<br />
también la Compañía de Jesús.<br />
Después de su innata lealtad al Rey Católico y sus ideales<br />
político-religiosos que abarcaban todo el mundo; después<br />
de su divagador fantasear con los personajes del<br />
Amadís que incitaba a valerosas hazañas por el Rey, se<br />
entiende fácilmente su paso al Rey Eternal, su paso a<br />
Dios, al que gustará llamar Su Divina Majestad, con la<br />
consiguiente invitación al magis, adverbio predileccionado<br />
por el santo, al más, que arranca al hombre de su mediocridad<br />
y lo vuelca a señalarse en el servicio de Dios.<br />
«Así se nos manifiesta ya por la herencia y la educación<br />
de Iñigo los contornos de su ideal futuro: el libro de los<br />
Ejercicios y la Compañía se forman desde abajo, como<br />
la obra del noble y del soldado: su ideal es el magis del<br />
sentimiento de un aristócrata», concluye Rahner.<br />
2. De la caballería temporal<br />
a la caballería espiritual<br />
Pero no adelantemos etapas. Iñigo se inició en la Corte,<br />
y fue allí, junto al rey Fernando, donde acabó de formarse<br />
en su alma aquel fondo de hidalguía y señorío,<br />
incoado ya junto a sus padres en la casa-torre, que depurado<br />
más tarde de toda escoria mundana, se revelaría<br />
tan palmariamente en sus cartas a nobles, obispos y príncipes<br />
de toda Europa.<br />
En 1512, don Fernando había conquistado el reino de<br />
Navarra. y en 1515 dicho reino era incorporado a la Corona<br />
de Castilla. Pero ahora estamos ya en la época de<br />
Carlos V, quien se encuentra en guerra con Francisco I<br />
de Francia. Una de las fortalezas que había que defender<br />
era Pamplona. Y allí lo tenemos a nuestro Iñigo, decidido<br />
a luchar con ardor. Frente al ataque de los franceses, los<br />
defensores vacilan, incluido su comandante. El P. Juan<br />
de Polanco, que sería secretario y confidente de San<br />
Ignacio, así describiría la situación:<br />
«Queriendo el dicho don Francisco [de Viamonte] salirse de la<br />
ciudad, por no le parecer que podría resistir a la fuerza de los<br />
franceses, tuviendo también sospecha de los mismos de Pamplona,<br />
Iñigo, avergonzándose de salir, porque no pareciese huir, no quiso<br />
seguirle, antes se entró delante de los que se iban en la fortaleza para<br />
defenderla con los pocos que en ella estaban».<br />
Ante su jefe que se retiraba, Iñigo trazó su propio camino<br />
de honor , acompañado de los que querían «señalarse<br />
en todo servicio a su Rey», un puñado de caballeros.<br />
Fue entonces cuando cayó herido por las esquirlas<br />
de un cañonazo, y conducido a su casa natal. Allí lo<br />
tenemos ahora a nuestro caballero enfermo, recluido en<br />
un cuarto del castillo, que sería el escenario de su conversión.<br />
Aburrido por la larga convalecencia, pidió algún<br />
libro, preferentemente de caballerías, quizás el Amadís,<br />
o su continuación, Las Sergas de Esplandián. Pero, al<br />
parecer, no encontraron lo que solicitaba. El mismo así<br />
lo relató en su Autobiografía, que dictaría en los últimos<br />
años de su vida a uno de sus primeros compañeros, el P.<br />
Luis Gonçalves de Cámara, razón por la cual está escrita<br />
en tercera persona:<br />
«En aquella casa no se halló ninguno de los [libros] que solía leer,<br />
y así le dieron una Vita Christi y un libro de la Vida de los Santos en<br />
romances; por los cuales, leyendo muchas veces, algún tanto se<br />
afícionaba a lo que allí hallaba escrito».<br />
P. Alfredo Sáenz, S. J. – <strong>Arquetipos</strong> <strong>cristianos</strong><br />
80<br />
El carácter mismo del Flos Sanctorom, el libro de la<br />
vida de los santos, «en romances», con su pintoresca<br />
galería de héroes y heroínas de la virtud, repartidos por<br />
tierras y situaciones tan diversas, cuyas vidas se recargaban<br />
a veces con extravagantes episodios y aventuras<br />
hazañosas, a semejanza de las novelas de caballería, no<br />
dejaría de atraerle. El autor del prólogo era un tal Gauberto<br />
M. Vagad, quien en su juventud había sido alférez del<br />
hermano del rey de Aragón; de ahí el dejo militar de sus<br />
posteriores escritos, como el que se trasunta en la siguiente<br />
estrofa: «Tengo el santo sacerdocio, / la santa<br />
caballería, / común bien; / Vos el tiempo dado al ocio, / la<br />
costumbre a tiranía / y a desdén...».<br />
El hecho es que Ignacio, luego de leer las vidas de San<br />
Francisco y de Santo Domingo, comenzó a preguntarse:<br />
«¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo San Francisco o<br />
Santo Domingo?». y poco después la resolución: «Mas<br />
todo su discurso era decir consigo... San Francisco o<br />
Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer».<br />
Es muy probable que Iñigo haya encontrado también en<br />
el Flos Sanctorum, en la parte donde se expone la vida<br />
de San Agustín, aquella referencia a la gran obra de teología<br />
de la historia que escribiera dicho santo, «De Civitate<br />
Dei», donde se lee:<br />
«Trata San Agustín de dos ciudades, de Jerusalén y de Babilonia,<br />
y de sus reyes. Y rey en Jerusalén es Cristo, rey en Babilonia es el<br />
diablo. y dos amores son los que han edificado estas ciudades: la<br />
ciudad del diablo procede del amor propio, que llega hasta el desprecio<br />
de Dios, la ciudad de Dios procede del amor de Dios, que<br />
llega hasta el desprecio de sí mismo».<br />
Sin duda que ya desde ahora se fue llevando a cabo el<br />
encuentro de la noble magnanimidad innata y adquirida del<br />
santo con las ideas fundamentales que formarían el núcleo<br />
de los Ejercicios. Tanto en sus lecturas como en las<br />
mociones primeras de su conversión están en germen las<br />
meditaciones del Reino de Cristo y de Dos Banderas –su<br />
visión de las Dos Ciudades agustinianas–, goznes esenciales<br />
de la espiritualidad ignaciana. Pero todavía se sentía<br />
perplejo, sin atreverse a dar el salto definitivo. Su imaginación<br />
alternaba pendularmente entre la vieja caballería<br />
y la nueva, «deteniéndose siempre en el pensamiento que<br />
tomaba, o fuese de aquellas hazañas mundanas que deseaba<br />
hacer o de estas obras de Dios que se le ofrecían<br />
a la fantasía, hasta tanto que de cansado lo dejaba y atendía<br />
a otras cosas»<br />
Advirtamos cómo cuando pensaba en los santos, sentía,<br />
sí, admiración frente a aquellos arquetipos, y ansias<br />
de emulación, pero la tesitura era todavía demasiado humana,<br />
demasiado natural. Hasta que por fin entendió que<br />
todo ello debía ser «con la gracia de Dios». La expresión<br />
aparece ahora por primera vez para no abandonarlo más,<br />
ni en la vida ni en los Ejercicios. La conversión de Iñigo<br />
estaba consumada.<br />
Agreguemos un dato curioso. De esta época nos dicen sus biógrafos<br />
que soñaba con una dama, la obligada dama de los pensamientos<br />
y dueña del corazón de todo esforzado caballero. No se<br />
sabe de cierto quién haya sido concretamente dicha dama, si la<br />
Infanta Leonor, o la Infanta Catalina, ambas hermanas de Carlos V,<br />
«la más linda cosa que hay en el mundo», se decía de esta última.<br />
Pero también aquí se dio la feliz transposición:<br />
«Si se quiere decir quién fue la dama, a la que él incondicionalmente<br />
sirvió desde el momento de su conversión –escribe el P. Victoriano<br />
Larrañaga–, quién fue aquella para la que soñó las más grandes<br />
empresas, quién la que ocupó el primer puesto en su corazón<br />
generoso, no hay duda ninguna en afirmar que ella fue la Santa<br />
Madre Iglesia, en cuanto Cristo viviente, en cuanto Esposa de<br />
Cristo, a la que no se contentó con servir personalmente toda su<br />
vida, sino que quiso dejarle su obra fundamental, su Compañía,<br />
para perpetuar en ella un espíritu de amor y de servicio, un espíritu<br />
de sacrificio en el servicio mismo, que hacen de esta milicia su