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Arquetipos cristianos - Fundación Gratis Date

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lugar de ganárselos por las buenas, comenzó a irritarlos<br />

con su autoritarismo violento y su exigencia de una reforma<br />

inmediata. También se comportaba así con los<br />

soberanos.<br />

La situación llegó a tal punto que, hartos de todo, los<br />

Cardenales se fueron de Roma, y cinco meses después<br />

de la elección, aseguraron que ésta había sido inválida,<br />

bajo temor grave, y por tanto nula. Eligieron entonces<br />

como Papa al cardenal de Ginebra, Roberto, pariente del<br />

rey de Francia, bajo el nombre de Clemente VII, hombre<br />

de mundo más que sacerdote, muy representativo de la<br />

Iglesia de Aviñón, o mejor dicho, de los peor de la Iglesia<br />

de Aviñón, que el Papa pretendía reformar. Urbano quedó<br />

casi solo en Roma.<br />

Se imagina con cuánto dolor recibió Catalina aquella<br />

noticia, en su casita de Siena. Ella estaba convencida de<br />

que Urbano era el Papa legítimo, y Roberto un Antipapa,<br />

de modo que comenzó a escribir una nueva serie de cartas<br />

a reyes y prelados para defender al primero. A tres<br />

cardenales que apoyaban a Clemente les dice: «Insensatos.<br />

Queréis ahora negar la verdad y hacernos creer que<br />

habéis elegido al papa Urbano por temor. Esto no es así.<br />

Os hablo sin respeto, pues no sois dignos de respeto».<br />

Pronto le escribió directamente al papa Urbano, según<br />

lo señalamos más arriba, para exponerle la necesidad de<br />

la reforma de la Iglesia, y la consiguiente corrección de<br />

los vicios del clero. Los malos pastores, le dice, «se conducen<br />

como carreteros, convierten en dinero la sangre<br />

de Cristo y lo gastan en sus bastardos... Santísimo Padre,<br />

no veo otro medio para triunfar que renovar enteramente<br />

el jardín de la santa Iglesia. Cread un Colegio de<br />

buenos cardenales que puedan ser firmes como columnas».<br />

Con Urbano mantuvo Catalina las mejores relaciones.<br />

Las cartas que le dirigió son notables. En una de ellas le<br />

recuerda la voluntad que Cristo tiene de reformar a la<br />

dulce Esposa suya y de él,<br />

«que durante tanto tiempo ha estado toda pálida, no porque en sí<br />

pueda ella recibir alguna lesión ni ser privada del fuego de la divina<br />

caridad, sino en aquellos que se apacentaban y apacientan en su<br />

pecho, que por sus defectos nos la han mostrado pálida y enferma,<br />

y han sorbido su sangre por medio del amor propio de ellos mismos».<br />

Si se la poda de todo lo decrépito, se volverá doncella<br />

purísima. Le ruega que tenga misericordia de tantas almas<br />

que perecen; «como verdadero caballero y justo<br />

pastor, corregid virilmente, desarraigando el vicio y plantando<br />

las virtudes, disponiéndoos a dar la vida si fuere<br />

necesario». Pero, agrega, insistiendo en aquella idea tan<br />

suya, no ve cómo ello se pueda realizar sino eligiendo a<br />

hombres santos, que no teman a la muerte, un grupo de<br />

buenos cardenales, en los que pueda apoyarse y sean<br />

ejemplo, de modo que se corrijan los súbditos. Será cuestión<br />

de inteligencia y de voluntad «para que, iluminado el<br />

ojo del intelecto vuestro, podáis conocer y ver la verdad;<br />

que conociéndola, la amaréis; amándola, relucirán en Vos<br />

las virtudes». Entonces tendrá el coraje de «desenvainar<br />

este acero» y arrancar la maleza de la Iglesia.<br />

Hemos dicho que Urbano, en vez de ganarse a los que<br />

lo rodeaban, se mostró duro de trato y atropellador. Ello<br />

constituía un real obstáculo, por lo que Catalina le aconsejó:<br />

«Suavizad un poco, por amor de Jesús crucificado, los movimientos<br />

demasiado prontos que la naturaleza hace nacer en Vos. Ya<br />

que Dios os ha dado un corazón naturalmente grande, aplicaos a<br />

tenerle sobrenaturalmente grande, es decir, valeroso y afirmado en<br />

una verdadera humildad».<br />

P. Alfredo Sáenz, S. J. – <strong>Arquetipos</strong> <strong>cristianos</strong><br />

62<br />

Como puede verse, no se trataba sólo de erradicar el<br />

mal de cualquier manera fuese, sino de acompañar dicha<br />

tarea tan difícil con un trato afable, para no comprometer<br />

la nobleza de la causa. En lo que toca a los enemigos<br />

del Papa, lo insta a no perder ánimo frente a ellos:<br />

«¿A quién dañarán estos golpes? A los mismos, santísimo y<br />

dulcísimo Padre, que los lanzan. Éstos, como saetas envenenadas,<br />

volverán a ellos; de Vos herirán solamente la corteza, y ninguna otra<br />

cosa... Dilataos en la dilección dulce de la caridad sin vacilación<br />

alguna; conformaos y confortaos con vuestro jefe, el dulce Jesús, el<br />

cual siempre desde el principio del mundo hasta lo último ha querido<br />

y querrá que ninguna cosa grande pudiera realizarse sin mucho<br />

soportar».<br />

En 1378 Catalina se encuentra en Roma, desde donde<br />

fue llamada por el Papa. Allí permanecerá los dos últimos<br />

años de su vida, juntamente con su «bella brigata».<br />

El Santo Padre la recibió en audiencia solemne y quiso<br />

que hablase ante los Cardenales que acababa de crear.<br />

Así lo hizo la aldeana de Siena, sin timidez alguna, con<br />

palabras vibrantes, señalando los deberes de la hora presente<br />

y arengando a los descorazonados jefes de la Iglesia.<br />

El colegio cardenalicio quedó profundamente impresionado.<br />

«Mirad, hermanos míos –dijo el Papa–, esta mujercita –<br />

donnicciuola), nos hace avergonzarnos de nuestra pusilanimidad.<br />

Nosotros tenemos miedo y nos alarmamos, mientras que ella, que<br />

por naturaleza pertenece al sexo débil, no experimenta temor alguno<br />

y nos alienta».<br />

Concibió entonces la Santa un proyecto sublime: agrupar<br />

en Roma, en torno al Papa, lo más santo y esclarecido<br />

de la Iglesia, especialmente los más destacados contemplativos<br />

de su tiempo, incluso ermitaños y eremitas,<br />

para que asesorasen y fortificasen al Santo Padre en la<br />

gran obra que éste se disponía a emprender. Así se lo<br />

recomendó a Urbano: «Rodeaos de aquellos que en la<br />

tormenta serán vuestro consuelo y vuestro refrigerio.<br />

Tratad de tener, además de la ayuda de Dios, la ayuda de<br />

sus servidores».<br />

En lo que a ella compete, agrega, «quisiera estar en el<br />

campo de batalla, sufrir y combatir con Vos por la verdad<br />

hasta la muerte para gloria y alabanza del nombre de<br />

Dios y reforma de la santa Iglesia». Este sueño la persiguió<br />

hasta sus últimos días. Nos quedan una serie de<br />

cartas dirigidas a dichas personas, invitándolas y suplicándoles<br />

que viniesen a Roma, para ponerse a disposición<br />

del Papa. Eran los días en que acababa de dictar el<br />

Diálogo. Entre aquellos hombres en que Catalina había<br />

puesto los ojos se encontraba el prior de la Cartuja de<br />

Pisa. Le escribió, pues, diciéndole que el papa Urbano<br />

VI.<br />

«parece que quiere tomar el remedio que le es necesario para<br />

reforma de la santa Iglesia; esto es, querer a los siervos de Dios a su<br />

lado, y con el consejo suyo guiarse a sí mismo y a la santa Iglesia».<br />

A dos frailes de Spoleto requeridos por el Papa así les<br />

exhorta:<br />

«No os debéis retraer de ello por cosa alguna; ni por pena que de<br />

ello esperareis, ni por persecuciones, infamias o escarnios que se<br />

os hicieren; ni por hambre, sed o por mil muertes, si fuera posible;<br />

ni por deseo de quietud, ni de vuestras consolaciones, diciendo:<br />

“Yo quiero la paz del alma mía, y con la oración podré clamar ante<br />

Dios”; no, por amor de Cristo crucificado. Que ahora no es tiempo<br />

de buscarse a sí mismo, ni de rehuir penas para tener consolaciones;<br />

es más, es tiempo de perderse, porque la infinita bondad y<br />

misericordia de Dios ha proveído a las necesidades de la santa<br />

Iglesia, al haberle dado un pastor justo y bueno, que quiere tener en<br />

torno suyo tales perros que ladren por honor de Dios continuamente...<br />

Entre los cuales se ha elegido estéis vosotros...<br />

«No habéis de temer por las delicias y las grandes consolaciones;<br />

puesto que venís a soportar y no a deleitaros sino con deleite de<br />

cruz. Sacad afuera la cabeza y salid al campo a combatir realmente

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