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Arquetipos cristianos - Fundación Gratis Date

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celda interior». El suyo es quizás aquel estado mixto,<br />

activo y contemplativo a la vez, que Santo Tomás consideró<br />

superior al estado puramente contemplativo.<br />

Así como cuando hablaba con la gente nunca olvidaba<br />

hablarles de Dios, de manera semejante cuando hablaba<br />

con Dios nunca olvidaba las necesidades de la gente.<br />

«Divina y eterna Caridad –le dice al Señor en cierta ocasión–,<br />

yo te suplico que te apiades de tu pueblo. No<br />

abandonaré tu presencia sin que te hayas compadecido<br />

de él. ¿Y de qué me serviría tener la vida, si está muerto<br />

tu pueblo, si las tinieblas se ciernen sobre tu Esposa?...<br />

Quiero, pues, y te lo pido como un favor, que tengas<br />

piedad de tu pueblo».<br />

Incluso exhortó a algunos amigos suyos a dejar el retiro del<br />

claustro cuando ello se hacía necesario para el bien de la Iglesia. A<br />

un monje dubitativo a quien el papa Urbano VI llamó para que lo<br />

ayudara, Catalina le escribe así: «Salgan afuera los siervos de Dios<br />

y vengan a anunciar y soportar por la verdad, que ahora es el<br />

tiempo». Algo semejante leemos en carta a un fraile que vivía en los<br />

montes de Lecceto, cerca de Siena, y que sentía el mismo tipo de<br />

duda: «Cuando es tiempo de huir del bosque por necesidad del<br />

honor de Dios, [un monje generoso] lo hace, y va a los lugares<br />

públicos, como hacía el glorioso San Antonio, el cual aunque muy<br />

sumamente amase la soledad, sin embargo muchas veces la dejaba<br />

para reconfortar a los <strong>cristianos</strong>». Y a los que pensaban que quienes<br />

obraban así lo hacían por instigación del demonio, les retruca:<br />

«Parecería que Dios hiciera acepción de lugares, y que se encontrase<br />

solamente en el bosque, y no en otra parte, en el tiempo de las<br />

necesidades».<br />

Impresiona advertir la importancia que Catalina atribuía<br />

al sufrimiento para el logro de los fines del apostolado.<br />

Cuando en el Diálogo implora de Dios la salvación<br />

de las almas, el Señor le da siempre la misma respuesta:<br />

«Salvaré al mundo por las oraciones, las lágrimas y los<br />

sufrimientos de mis servidores». Una idea que la Santa<br />

haría suya. En carta a Raimundo le dice, hablando de un<br />

tercero, que en la medida que desee dar gloria a Dios en<br />

la santa Iglesia, «conciba amor y deseo de sufrir con<br />

verdadera paciencia». La correlación entre el anhelo de<br />

la gloria de Dios y la aceptación generosa de las pruebas<br />

y el sufrimiento es tan evidente para Catalina como la<br />

que media entre el amor y el dolor. Pedir uno es pedir el<br />

otro, dirá en sus escritos. Crecer en el amor equivale a<br />

crecer en el dolor por aquel a quien se ama. Un dolor<br />

que encuentra su desemboque más glorioso en el martirio:<br />

«Si yo consiento en permanecer en la tierra –declaraba a su<br />

confesor– es por la esperanza de ser degollada por la gloria de<br />

Dios».<br />

IV. El fuego y la locura de la sangre<br />

Catalina gusta recurrir a símbolos impactantes para<br />

expresar su vivencia espiritual. Examinemos algunos de<br />

ellos.<br />

1. La sangre derramada<br />

Tanto en el Diálogo como en las cartas, la evocación<br />

de la sangre es recurrente. El costado de Cristo, escribe<br />

la Santa, fue el lugar donde se encendió el fuego de la<br />

divina caridad. Ya estaba muerto. ¿Qué más podía dar?<br />

Dejó que abrieran su costado para que fluyese la sangre.<br />

«Mi deseo para con el linaje humano era infinito, y el acto de<br />

pasar penas y tormentos era finito. Por eso quise que vieses el<br />

secreto del corazón, enseñándotelo abierto para que comprendieras<br />

que amaba mucho más y que no podía demostrarlo más que por<br />

lo finito de la pena».<br />

Siempre que piensa en ello, Catalina se llena de ternura.<br />

En carta a fray Raimundo le cuenta cómo, en cierta<br />

ocasión, Cristo le enseñó su corazón. Hizo como una<br />

Santa Catalina de Siena<br />

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madre con su hijo pequeñito. Le muestra el pecho, pero<br />

lo mantiene alejado, para que el niño llore. No bien empieza<br />

a llorar, ella ríe, llena de felicidad, y besándole, le<br />

estrecha contra su pecho y se lo da gozosa y abundantemente.<br />

«Así hizo conmigo aquel día el Señor. Me mostraba de lejos su<br />

sacratísimo costado, y yo lloraba por el deseo inmenso de acercar<br />

mis labios a la sagrada herida... Después acercó mi boca a la llaga del<br />

costado. Entonces mi alma, arrebatada por un deseo grande, entró<br />

toda en aquella herida, y en ella encontró tanta dulzura y tanto<br />

conocimiento de la divinidad que, se llegaseis a comprenderlo, os<br />

maravillaríais de que mi corazón no se haya despedazado y de que<br />

haya podido continuar viviendo en semejante acceso de amor y<br />

ardor». Catalina bebió a grandes sorbos la sangre del Héroe y del<br />

Mártir, la sangre que irrigaría las venas de su alma.<br />

Hemos señalado, páginas atrás, la importancia que atribuía<br />

la Santa a los dos momentos culminantes de la relación<br />

de Dios con el hombre, la creación y la redención.<br />

Volvamos ahora a ello desde el punto de vista del símbolo<br />

de la sangre. En el Diálogo le dice a Dios: «Tú, Trinidad<br />

eterna, eres el Hacedor, y yo la hechura. En la recreación<br />

que de mí hiciste en la Sangre de tu Hijo he conocido que<br />

estabas enamorado de la belleza de tu hechura». No le<br />

bastó haber injertado su divinidad en el árbol muerto de<br />

nuestra humanidad, sino que quiso regar ese árbol con su<br />

sangre. Jesús es el Cordero desvenado–svenato–, desangrado,<br />

cosido y clavado –confitto e chiavellato– a la<br />

cruz. Tal es el libro que el Padre nos ha dado, «escrito<br />

sobre el leño de la cruz, no con tinta, sino con sangre,<br />

con los párrafos de las dulcísimas y sacratísimas llagas<br />

de Cristo. ¿Quién será tan idiota y torpe, de tan poco<br />

entendimiento que no lo sepa leer?», dice en una de sus<br />

cartas.<br />

De ahí la devoción de Catalina a la sangre del Sagrado<br />

Corazón, que no es sino la expresión del amor que se<br />

vuelca sobre nosotros en la redención. «Yo quiero sangre<br />

–escribe Catalina–; en la sangre sosiego y sosegará<br />

mi alma». Dicho propósito parece en ella una especie de<br />

obsesión. Sus escritos están impregnados del color, del<br />

olor y de la calidez de la sangre. A fin de cuentas, es el<br />

único lenguaje que puede proferir un alma que ha bebido<br />

en la llaga del pecho desgarrado de Cristo, que ha cambiado<br />

su corazón por el del Señor, que ha cauterizado las<br />

heridas de sus venas con el fuego de sus heridas. Ella<br />

nunca cesa de verlo así, clavado en la cruz. Se extasía<br />

ante ese Cristo que, como dice en el Diálogo, se le ofrece:<br />

gustando la amargura de la hiel, comunica su dulzura;<br />

cosido y clavado, nos libera de las ataduras del pecado;<br />

hecho siervo, nos arranca de la servidumbre del demonio;<br />

habiendo sido vendido, nos compra con su sangre;<br />

entregándose a la muerte, nos da la vida.<br />

«Tiene la cabeza inclinada para salvarte, la corona en la cabeza<br />

para adornarte, los brazos extendidos para abrazarte, y clavado los<br />

pies para estar contigo».<br />

Nuestra Santa exhorta a ingresar en el corazón sangrante<br />

del Esposo crucificado. «Vete –escribe a uno de<br />

sus conocidos–, escóndete todo en el costado de Cristo<br />

crucificado, y allí fija tu entendimiento en la consideración<br />

del secreto del corazón». Y a una discípula: «¿Quieres<br />

sentirte segura? Escóndete dentro de este costado<br />

abierto. Piensa que, alejada de este corazón, te encontrarás<br />

perdida; mas, si entras una vez, hallarás en él tanto<br />

deleite y dulzura, que no querrás salirte jamás». Allí, le<br />

dice a fray Raimundo, la esposa descansa en un lecho de<br />

fuego y de sangre. En otra carta encontramos este himno<br />

a la gloria de la preciosa sangre:<br />

«Con su sangre ha lavado la faz de nuestra alma; por la sangre que<br />

derramó con tan ardiente amor y verdadera paciencia, nos ha hecho<br />

renacer a la vida de la gracia; la sangre cubrió nuestra desnudez,

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