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Los de adelante corren mucho - Javier Ruán

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Me invadió una infinita pena, y no había forma de evitarlo.

Se acerca el momento del adiós; entonces conocí lo difícil

que resulta despedirse de un ser amado que ha dado tanto por

el único placer de hacerlo.

Cuando estuve frente a la maestra no sabía por dónde

empezar, sentía una opresión en la garganta. La miré dilatadamente,

como para memorizar bien su rostro pleno de nobleza,

le entregué la manzana y solamente susurré:

–¡Gracias!, ¡muchas gracias señorita profesora!

Y no pudiendo reprimir un impulso le tomé una mano y

la besé. Ella posó su mirada en la manzana y amorosa externo:

–Ruán, michoacano, le ruego a dios que jamás pierdas

este corazón de niño.

Intentó sonreír, pero sus labios, como si estuvieran congelados,

no se movieron; sus pequeños ojos se humedecieron

y una lágrima se deslizó por su mejilla. Casi podría jurar que

sentí como la misma me mojó el alma. Se hizo una pausa, un

largo silencio. Mientras tomaba de un mueble la vara de membrillo,

le dijo a mi hermano:

–Señor Ruán, le devuelvo su vara. Jamás me atrevería

a usarla contra un niño, son tan frágiles. Es mejor el amor. Mi

hermano avergonzado bajó la cabeza y salimos.

De esa forma concluía una etapa fundamental de mi

niñez. Tiempo después me enteré por los periódicos, que mi

hermano Sergio era propietario de una sofisticada tienda de

auto servicio, la primera en su género en Ciudad Delicias, lo

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