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Los de adelante corren mucho - Javier Ruán

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notoriamente se encontraba distraída mirándome, y sus mejillas

se sonrojaban de la mortificación. Su actitud me intrigaba,

aunque yo trataba de no evidenciarme. Una tarde, por alguna

razón nos quedamos solos. Positivamente temerosa se dirigió

a mí.

–Discúlpeme profesor, no sé si me esté permitido, pero

necesito confesarle que desde hace algunos días, es decir,

desde que usted inició el curso, mi alma está llena de una

terrible angustia.

Daba la impresión de estar al filo del llanto.

–¡Calma hermana!, ¡por favor!, no se agobie y dígame lo

que le ocurre.

La santa mujercita, roja de confusión y con la mirada

clavada en el suelo habló:

–Tengo que decirle algo que me tortura, pero no me

atrevo profesor.

–Se lo ruego hermana, téngame confianza y cuente con

mi discreción.

–¡Gracias profesor!, es posible que sea una irreverencia

–santiguándose– ¡Dios me proteja! –observándome ya directamente–

pero es que, usted es ¡exacto!, es tan joven, el color de

su piel, su cabello ensortijado y sobre todo la misma estructura

de cuerpo. No, no existe la menor duda. Usted es como él.

Me miraba con los ojos iluminados, se encontraba

totalmente extasiada y exclamó delirante:

–Cuando usted apareció llenando el marco de la puerta

me dije: ¡San Sebastián ha entrado en esta casa!

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