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Los de adelante corren mucho - Javier Ruán

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ubicaba –no tengo la certeza– en las calles de Balderas. Lo que

sí recuerdo aún con profundo dolor, el momento en que me

separaron de mi hermano Virgilio. Me miraba dolido, lleno de

rabia e impotencia. Sus ojos eran dos fuentes verdes a punto

de derramarse.

Fui conducido a una oficina inhóspita. Me recibió un

hombre maduro de aspecto desagradable, me preguntó mis

datos y tomó mis huellas digitales; también me ordenó que

me quitara toda la ropa para revisarme, como si se tratara de

un animal que van a comprar. Dada mi corta edad y la forma

en que yo había sido educado, ese tratamiento significaba

una terrible humillación que no pude olvidar en muchos

años; pero eso no fue nada, como dirían en mi pueblo eran

“rosas de castilla” comparado con lo que me esperaba en

ese repugnante lugar. Estoy hablando del año 1949 cuando la

mayoría de edad se adquiría hasta los 21 años; por lo tanto, la

población de los internos era muy variada y peligrosa, ya que

se encontraban auténticos delincuentes. No recuerdo con

exactitud el tiempo que permanecí en esa cárcel, pero desde

el primer día, fui descubriendo aspectos horribles de la vida.

Recuerdo que me enfrenté a un muchacho alto y robusto

de ojos azules –me recordaba a algún güero de rancho

de la sierra– tendría unos 19 años y le apodaban la Gringa, de

inmediato me amenazó:

–Deberás obedecerme en todo lo que yo te ordene, ya

que soy el amo en este territorio, y ni se te ocurra comentarlo

con alguna autoridad, porque de mi cuenta corre que ¡aquí te

pudres!

Libidinoso me acarició una mejilla.

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