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MONASTERIO BENEDICTINO DE LAS CONDES

Una obra de arquitectura patrimonial

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accidente de este y, por tanto, su vacío durante la semana

no se vuelve desolador. Además, se buscaba acentuar la

centralidad del altar tanto en la zona de los monjes como de

los fieles, para lo cual debía converger hacia el altar, como

centro focal, la inclinación de los techos y de los muros.

En definitiva, se distinguen en el conjunto tres zonas: dos

convergentes (inclinación de techos y dirección de muros)

hacia una central del altar (con techo plano más alto). Con

ello se logra una jerarquía en los espacios, manteniéndose

una ascensión continua desde el exterior hasta el altar. Así la

misa se celebraría los días festivos de cara al pueblo tal como

lo establecía por eso días la instrucción Inter Oecumenici,

emanada del Consilium encargado de llevar a cabo la

reforma litúrgica deseada por el Concilio Vaticano II y los

días de semana, hacia Ia comunidad, cosa que facilitaría

su mejor participación. Una disposición circular en torno al

altar expresaría de mejor manera la reunión del banquete

eucarístico.

Además, dicho nicho se destaca ya desde fuera y en el interior

adquiere máxima importancia, por estar al final de la rampa

de entrada de los fieles y donde está la mesa de las ofrendas.

Por último, dicha rampa de ingreso a la iglesia es una subida,

prolongación del ascenso que ayuda a recogerse y guardar

silencio. A la izquierda, la flecha luminosa del muro apunta

hacia una cumbre: el nicho de la Virgen. Y a la derecha, el

muro azul impide que desde le entrada se vea el espacio total,

que solo se adivina y se descubre a medida que se sube. Hay

un dinamismo de la luz que va del espacio más oscuro en la

rampa a uno con más luz en la Virgen, y continúa con menos

luz en la nave de los fieles hasta el máximo de luminosidad en

el presbiterio. La imagen de la Santísima Virgen es la meta de

los fieles que ingresan, pero también despide a quienes salen.

Con todo lo dicho, pareciera que la obra podía lograr su fin

práctico funcional, pero experimentábamos que faltaba lo

más importante, un alma para ese espacio.

Otro tema importante era la ubicación del sagrario, que

fue dispuesto en una capilla lateral la cual se presta para

la adoración de los que acceden, sea fieles o monjes y que

se adivina a través de una ventana desde la nave. Además,

dicha capilla está directamente conectada con el altar.

En el lado opuesto a la capilla del Santísimo está el ambón,

lugar donde se leen las lecturas aplicándolas a la vida en las

homilías, ubicado justamente en el sector de encuentro de

ambos cubos y pensado para la prédica a los fieles asistentes.

También el programa de la iglesia incluía un espacio especial

para la Santísima Virgen María, madre y guía de los cristianos.

Para ella se instaló en un nicho estratégicamente colocado

en el extremo opuesto al altar mayor y visible directamente

desde los sitiales de los monjes. En este lugar, que es todo

dirección y camino hacia la Virgen, ella prepara a los que

ingresan, los separa del mundo exterior, para así conducirlos

al altar, a Cristo. Aquí cesarían los paisajes, se impondría el

silencio, sería la ”statio” de la iglesia.

El edificio inicial de Jaime Bellalta que habitábamos, ya unos

cinco años, nos había marcado por su veracidad, austeridad y

alegría. El paso de esta tradición viva era una responsabilidad

muy grande, pero a la vez una inspiración cierta. Fue así

como, buscando el alma de nuestra iglesia, me encontré un

día en medio de un bosque de pinos en que en un espacio

pequeño sin árboles, caía una luz matizada por las ramas.

Era un espacio recogido, silencioso, como sagrado. Este era el

desafío. O se lograba en nuestra iglesia crear una atmosfera

de recogimiento que invitaba a la oración o no sería iglesia,

aunque la llenáramos de símbolos cristianos.

Entonces nos quedó claro, como nunca, que la luz sería el

alma del conjunto, el que de otro modo permanecería inerte.

Desde ese momento la búsqueda se trasladó a los planos y

a la maqueta. Dos cubos blanco de cartón de 70 cm por 70

cm colgados del techo, permitieron introducir la cabeza y

experimentar en la forma más realista las posibilidades de la

luz, haciendo aberturas.

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