LA CANDIDATURA DE ROJAS - Archivo y Biblioteca Nacional
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ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES <strong>DE</strong> BOLIVIA<br />
Con la apoteosis de don Juan concluyó a la una de la mañana el<br />
largo drama, que, a no dudarlo, volvería a ponerse en escena el año<br />
próximo, tanto por ser la única obra de teatro que poseía la Junta<br />
Municipal, cuanto porque ningún héroe era capaz de cautivar a mis<br />
electores como el célebre y afortunado caballero español.<br />
El amanecer del día de las elecciones fue triste. Había llovido la<br />
noche entera, de suerte que cierto friecillo sutil y húmedo ponía a los<br />
vecinos cabizbajos y encogidos como pollos mojados. Algunas calles<br />
hallábanse convertidas en ciénagas y lodazales y desde los tejados<br />
decrépitos, el agua se escurría por goteras interminables que<br />
bañaban a los transeúntes en plena vía pública. El cielo, de un gris<br />
desesperante, no tenía trazas de cambiar de color; ponía tonos<br />
amortiguados en los objetos y tornaba grises hasta las montañas<br />
lejanas, envueltas por casi trasparentes telones de niebla que ningún<br />
rayo de sol llegaba a descorrer. No parecía un día de combate, con<br />
luminoso crepúsculo matutino, ruido épico de fusiles y de rodar de<br />
cañones, voces vibrantes de clarines y relinchos de palafrenes. Más<br />
bien resultaba fúnebre, como si en él hubiera de enterrarse algo,<br />
siquiera fuera el cadáver del sufragio.<br />
En las esquinas veíanse, pegados a las paredes, carteles de<br />
papel blanco que llevaban impresos con grandes letras de molde los<br />
nombres de los candidatos.<br />
No faltaron vivas desde las seis de la mañana y aun se me<br />
aseguró que se escuchaban tiros hacia la parte sur de la población.<br />
Oíanse voces alcohólicas y exclamaciones y los electores pasaban<br />
de traje de domingo unos, rotosamente vestidos otros, con las manos<br />
en los bolsillos y la camisa sucia los últimos y con el bastón en el<br />
puño, el cuello tieso y lustroso los primeros.<br />
Tan pronto como pude, me eché a la calle para presenciar las<br />
peripecias de la lucha electoral, no obstante los prudentes consejos<br />
de don Eleuterio Montes de Oca, que me aseguraba ser peligroso<br />
para los candidatos el presentarse en día de elección.<br />
Verificábanse las elecciones en la plaza principal. En torno de<br />
pequeñas mesas, hallábanse agrupados los jurados electorales, con<br />
su presidente al centro y sus secretarios a los extremos. Dos o tres<br />
bancas pintadas de negro con pupitres en la parte superior, servían a<br />
los sufragantes de escritorio. Presentaban éstos la carta de ciudadanía,<br />
el presidente la sellaba y los secretarios confrontábanla con los<br />
registros; entonces se franqueaba al ciudadano la cédula respectiva,<br />
en la que debía consignar su voto y que, doblada, se metía en el<br />
ánfora. ¡OH las ánforas electorales! ¡Cuán diferentes de las ánforas<br />
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