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LA CANDIDATURA DE ROJAS - Archivo y Biblioteca Nacional

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ARCHIVO Y BIBLIOTECA NACIONALES <strong>DE</strong> BOLIVIA<br />

agrupábanse junto a las tranquillas, y un policía armado de un<br />

rebenque espantaba a los pilluelos.<br />

La banda de música arrancó con algo que parecía una marcha,<br />

pisaron la arena los que iban a torear, abrióse en seguida la puerta<br />

de la casa municipal y salió a la plaza un magnífico bruto de grande<br />

alzada, negra piel e incalculables bríos, que no permitía ser humano<br />

a su vista.<br />

Los valientes toreadores tuvieron a bien buscar refugio detrás de<br />

las tranquillas, de suerte que el enorme cornúpeto quedó dueño del<br />

campo. Recorrió la plaza al galope, echando fuego por las narices y<br />

el caldeado aliento en las caras de los espectadores. Llevaba una<br />

magnífica enjalma de seda con flecos de hilo de plata, a la cual<br />

habíase cosido monedas antiguas, medios bolivianos, pesetas y<br />

mediecillos que relucían al sol tentadoramente.<br />

Largo tiempo permaneció la plaza escueta... No parecía sino que<br />

el torazo iba a conquistar la población entera con su poderosa<br />

cornamenta, luego de haberla espantado con sus bramidos.<br />

Oyóse un vocerío general: se adelantaba hacia el animal un<br />

arriero que sujetaba el poncho con ambas manos, a la manera como<br />

cogen la capa los toreros de profesión. Estaba beodo y caminaba<br />

dando traspiés.<br />

Alguien gritó: ¡Está borracho! ¡Se va a hacer matar!<br />

El hombre retó al animal que retrocedía y arrojaba tierra con las<br />

poderosas pesuñas, hasta que al fin precipitóse como un rayo. Un<br />

grito brotó de los labios de los espectadores. La generalidad<br />

consideraba muerto al individuo; más éste había logrado arrojar el<br />

poncho sobre el testuz de la bestia y emprendió la carrera con toda la<br />

agilidad de sus vacilantes piernas; entre tanto, el toro, roto el trapo<br />

que tenía delante, y distinguiendo el bulto del arriero, volvió a la<br />

embestida, logrando alcanzarlo cuando aquel se hallaba próximo a<br />

una de las tranquillas. Arrojólo a altura y cuando cayó inerte como un<br />

fardo, ensañóse con él y continuó hundiendo sus terribles cuernos en<br />

el cuerpo del infeliz.<br />

— ¿Estará muerto?—decían las niñas poniendo los ojos en blanco.<br />

— Oíanse gritos, interjecciones y hasta risas... No faltaba quien<br />

sintiera un acceso de hilaridad al ver a un hombre despedazado por<br />

un toro.<br />

Entre tanto, hacer que el bruto abandonara la plaza convertíase<br />

en un problema. ¿Quién iba a ser el valiente que la emprendiera a<br />

latigazos con semejante fiera?<br />

El Dr. Camargo se veía en serios aprietos, sin embargo de su<br />

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