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LA CANDIDATURA DE ROJAS - Archivo y Biblioteca Nacional

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<strong>LA</strong> <strong>CANDIDATURA</strong> <strong>DE</strong> <strong>ROJAS</strong><br />

policromo papel.<br />

El costillar crepitaba en la ancha parrilla, los picantes de pollo y<br />

de conejo yacían en grandes fuentes oblongas. Veíanse<br />

extremidades gordas que incitaban el diente: piernas y doradas alas,<br />

con piel surcada de granitos, pechugas color marfil entre ensaladas<br />

pletóricas de cebollas y de locotos picados. Los conejos<br />

amontonábanse sobre las fuentes, y cierto vaporcillo se alzaba de<br />

sus calientes cuerpos a manera de un largo suspiro; la chicha, pálida<br />

como anémica criolla y ardiente como una jamona, burbujeaba en<br />

obesos cántaros; el pisco y el vino locupletaban damajuanas<br />

ventrudas; y una formidable batería de cerveza alineabase en triple<br />

hilera sobre una mesa arrimada a la pared de la casa.<br />

En un comienzo bailáronse valses que la orquesta interpretaba a<br />

su manera, con cierto dejo de danza criolla y cierta melancolía. Al<br />

pie de la cruz del valle, Risa y llanto, La última mirada,<br />

quejábanse en los violines, suspiraban en las guitarras y sollozaban<br />

en el contrabajo. Dábaseles cierta pereza, cierta languidez que<br />

permitía a la maestra de escuela moverse sensualmente y a Milagros<br />

Moreira balancear las caderas...<br />

Sirviéronse los picantes y escancióse la chicha. La orquesta paró<br />

un momento y cada cual se dedicó a trinchar filamentos exquisitos de<br />

pollo o gordas extremidades de conejo.<br />

Lloraban algunas niñas al saborear el locoto, picante e incitador a<br />

un tiempo, así como lloran en los amores prohibidos, pero luego la<br />

chicha apagaba la llama que los ajíes habían puesto en las rosáceas<br />

lenguas y en los turgentes labios.<br />

El telegrafista y Carlos Artero con su mujer llegaron<br />

oportunamente, cuando se servían los primeros platos de picantes.<br />

Venían, según dijeron, con un hambre canina y no se habían reunido<br />

antes con el resto del concurso por razón de un bautismo pobre sin<br />

campaneo, sin música y sin libaciones; un verdadero fastidio, pero<br />

del cual era imposible excusarse. Carlos Artero había sido el amante<br />

de Perpetua Moreira. Cuando entró, mirólo aquélla fijamente, y sus<br />

grandes ojos verdes e inexpresivos reflejaron durante un momento<br />

una dureza de que no les hubiera creído capaces. Artero, un buen<br />

mozo en la extensión de la palabra, había casado por interés con una<br />

mujercilla insignificante en extremo. Llamábanla polvorilla y se la<br />

sindicaba como autora de las calumnias y de las tres cuartas partes<br />

de los chismes que corrían en la villa. Artero se dio maña para no<br />

saludar a las Moreira, pero su mujer, al pasar por delante de<br />

Perpetua, hizo un mohín de soberano desprecio.<br />

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