Estudios Revista Ecléctica. Número 113 - Christie Books
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Prohibición<br />
Un trabajo de 1850 que sigue siendo de actualidad<br />
Federico Bastiat<br />
El señor Prohibicionista consagraba su tiempo y sus<br />
capitales a convertir en hierro el mineral de sus tierras.<br />
Como la Naturaleza había sido más pródiga con los<br />
belgas, éstos daban «I hierro a los franceses más barato<br />
que el señor Prohibicionista, lo que significa que<br />
todos los franceses, o Francia, podían obtener una cantidad<br />
dada de hierro con menos trabajo, comprándolo<br />
a los honrados flamencos. Así, pues, guiados por su<br />
interés, veíase todos los días a una multitud de fabricantes<br />
de clavos, carreteros, mecánicos y herradores ir<br />
ellos mismos, o sus intermediarios, a proveerse a Bélgica.<br />
Esto disgustó muchísimo al señor Prohibicionista.<br />
Al principio se le ocurrió cortar este abuso por sus<br />
propias fuerzas. Es lo menos que podía hacer, puesto<br />
que él tocaba las consecuencias. «Cogeré una carabina,<br />
me pondré cuatro pistolas en el cinturón, llenaré la cartuchera<br />
y así equipado me iré a la frontera, y al primer<br />
herrero, mecánico, carretero que tope conmigo, le mataré<br />
para enseñarle a vivir.»<br />
Pero en el momento de partir, el señor Prohibicionista<br />
reflexionó, y su ardor bélico sufrió un descenso de<br />
temperatura. Se dijo : «No es absolutamente imposible<br />
que los compradores de hierro, mis compatriotas y enemigos,<br />
tomen a mal la cosa, y que en lugar de dejarse<br />
matar me maten a mí. Además, aunque arme a todos<br />
mis criados, no podríamos guardar todos los caminos.<br />
Por añadidura, el procedimiento me costaría muy cero,<br />
mucho más caro de lo que valdría el resultado.»<br />
El señor Prohibicionista estaba a punto de resignarse<br />
a ser libre, ni más ni menos que todo el mundo, cuando<br />
un rayo de luz vino a iluminar su cerebro.<br />
Recordó que en París hay una gran fábrica de leyes.<br />
«i Qué es una ley ? —se dijo—. Es una medida a la<br />
cual, una vez decretada, buena o mala, todo el mundo<br />
tiene que conformarse. Para mantenerla en vigor se organiza<br />
una fuerza pública, y para constituir esta fuerza<br />
pública se sacan de la nación los hombres y los<br />
dineros necesarios.<br />
Si yo pudiera obtener de la gran fábrica parisiense<br />
una pequeña ley que dijera, poco más o menos: «Queda<br />
prohibida la entrada del hierro belga», conseguiría<br />
los siguientes resultados: el Gobierno sustituiría les<br />
criados que yo quería enviar a la frontera por unos<br />
veinte mil hijos de cerrajeros, herreros, fabricantes de<br />
clavos, mecánicos y demás recalcitrantes que compran<br />
el hierro belga; luego, para que estos veinte mil aduaneros<br />
no se muriera* de hambre, les distribuiría veinticinco<br />
millones de francos sacados de aquellos mismos<br />
fabricantes de clavos, forjadores, cerrajeros, mecanices<br />
© faximil edicions digitals 2006<br />
y demás. La guardia estaría mejor montada que la mía;<br />
no me costaría nada; no me vería expuesto a la brutalidad<br />
de los contrabandistas; vendería el hierro al<br />
precio que me conviniera y disfrutaría el dulce placer<br />
de ver a nuestro gran pueblo vergonzosamente burlado.<br />
Esto le enseñaría a no llamarse incesantemente precursor<br />
y promovedor de todo progreso en Europa. Nada,<br />
que el timo vale la pena de intentarlo.»<br />
Así, pues, el señor Prohibicionista se fue a la fábrica<br />
de las leyes. Otro día tal vez os cuente la historia de<br />
sus sordos manejos ; hoy no quiero hablar más que de<br />
sas gestiones ostensibles. A los señores legisladores les<br />
hizo valer esta consideración :<br />
«El hierro belga se vende en Francia a diez francos<br />
el quintal, lo cual me obliga a vender el mío a igual<br />
precio. Yo quisiera venderlo a quince, pero no puedo,<br />
a causa de ese hierro belga, qué Dios maldiga. Fabricad<br />
una ley que diga: «Queda prohibida la entrada<br />
del hierro belga en Francia.» Una vez promulgada, yo<br />
subo el precio del míe cinco francos y he aquí las con-<br />
secuencias :<br />
»POT cada quintal de hierro que venda al público, en<br />
lugar de recibir diez francos, recibiré quince : me enriqueceré<br />
más pronto, daré más extensión a mi industria<br />
y emplearé más obreros. Mis obreros y yo haremos más<br />
gastos, con gran satisfacción de nuestros proveedores<br />
a cien leguas a la redonda. Estos, teniendo más venta,<br />
harás más pedidos a la industria, y unos tras otros haremos<br />
que la actividad gane todo el país. La bienaventurada<br />
moneda de cinco francos que haréis caer en mis<br />
arcas hará, como una piedra arrojada a un lago, radiar<br />
a lo lejos un número infinito de círculos concéntricos.»<br />
Encantados de este discurso, y más satisfechos aún<br />
de aprender cuan fácil es aumentar legislativamente la<br />
fortuna de un pueblo, los fabricantes de leyes votaron<br />
la Prohibición. «¿Quién habla de trabajo y de economía?<br />
—se decían—. ¿De qué sirven esos penosos medios<br />
de aumentar la riqueza nacional, cuando un decreto<br />
basta?»<br />
Y, en efecto, la ley produjo todas las consecuencias<br />
anunciadas por el señor Prohibicionista; sólo que, al<br />
mismo tiempo, produjo otras no previstas. Hagámosle,<br />
de todos modos, justicia : no hizo un razonamiento falso,<br />
sino incompleto. Reclamando un privilegio, señaló los<br />
efectos que se Den, pero dejó en la sombra los que no<br />
se sen. No presentó más que dos personajes, cuando en<br />
la escena hay tres. Toca a nosotros reparar este olvido,<br />
involuntario • premeditado.<br />
Si, la moneda de cisco francos, desviada legislativa-