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Estudios Revista Ecléctica. Número 113 - Christie Books

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Moral católica<br />

El abate Sourdoulaud es uno de los pocos sacerdotes<br />

que realmente creen en los postulados del catolicismo.<br />

Su celo en la defensa de Jesús hase manifestado en distintas<br />

ocasiones de manera evidente, puesto que sostuvo<br />

controversias públicas con ateos y librepensadores.<br />

Pero nunca había tenido ocasión de comprobar la falta<br />

de riqueza espiritual de la religión que profesaba. Sin<br />

embargo, un día...<br />

Tocábale al abate el turno en el de confesar y permanecía<br />

preocupado en el desentrañamiento de encontradas<br />

ideas que le asaltaban sin lograr interesarse por<br />

los ridículos pecados y el parloteo insulso de las beatas,<br />

a las que, en determinados instantes, ni siquiera<br />

oía. De improviso, volvióle a la realidad una ola de<br />

sutil perfume, que le envolvió gratamente, al tiempo<br />

que una voz fresca y juvenil, decía :<br />

—Padre, soy la señora Trousillet.<br />

Sourdoulaud recuerda, sobresaltado, que éste es el<br />

nombre de su más encarnizado contradictor, del ateo<br />

más recalcitrante que jamás hallara, y se pasma. Pero<br />

aquel perfume sutil y penetrante, al par que deleitable,<br />

y aquella voz murmurante que le emocionaba como el<br />

arrullo de una tórtola, hácenle olvidar a su rival para<br />

ver tan sólo la triunfal belleza rubia de esa nueva penitente.<br />

Un instante llega en que una voz interior le<br />

susurra: «Si tuvieras derecho al amor, amarías a esta<br />

mujer.» Mas el sacerdote se irrita contra sí mismo, y<br />

aun contra ella. Y, bruscamente, dice :<br />

—No le he preguntado a usted su nombre. El apellido<br />

de una persona no es un pecado.<br />

Con dolorido y emocionante acento, la interpelada<br />

»e disculpa. Por fin, enmudece.<br />

El confesor la ordena :<br />

—Diga la primera parte del «Me confieso».<br />

La penitente, entre una risita reprimida y alegre,<br />

establece un juego de palabras, y exclama en alta voz :<br />

—Confieso que no sé siquiera qué es eso del «Me<br />

confieso». Nunca supe oración alguna y es la primera<br />

vez en mi vida que acudo a lo que ustedes llaman el<br />

Tribunal de la Penitencia. Y lo he hecho cediendo a<br />

un deseo que he estado combatiendo durante días y<br />

más días. Porque luchaba contra mi marido y porque<br />

la gracia de Dios me ha arrojado a vuestros pies con<br />

ímpetu casi brutal, no he podido prepararme. Ahora<br />

comprendo, sin embargo, que debí haber estudiado el<br />

Catecismo.<br />

Y añade, con naturalidad :<br />

—Los libros de misa no se han hecho para los perros.<br />

Advirtamos al lector que Susana hablaba de buena<br />

fe. Nunca se preocupó por asuntos religiosos, pero la<br />

La confesión<br />

© faximil edicions digitals 2006<br />

Han Ryner<br />

palabra elocuente del sacerdote a quien oyeía en dos<br />

controversias, y, tal vez más poderosamente todavía, el<br />

fanatismo negativo de Trousillet, la habían inclinado<br />

a creer lo contrario de lo que sostenía el ateo. Y acudía<br />

a la Iglesia, más en busca del consuelo del sacerdote<br />

Sourdoulaud, que en pos de la gracia divina.<br />

El sacerdote, enormemente sorprendido, exclama:<br />

—¿En realidad, es la primera vez que se confiesa<br />

usted?... ¡Dígame antes, por lo menos, si está bautizada<br />

!<br />

—Sí, lo estoy.<br />

—IY no ha hecho aún la primera comunión ?<br />

—No, señor abate.<br />

—Tiene usted que llamarme Padre.<br />

—Cuando murió mi madre yo no tenía más que cinco<br />

años, Padre, y mi padre era librepensador...<br />

Pero no pudo terminar la frase porque le ahogaba la<br />

risa al advertir la casual conjunción de los dos padres.<br />

El sacerdote, para animarla, va a contarle la parábola<br />

de «El hijo pródigo», pero ella le ataja :<br />

—La sé, Padre. He leído los Evangelios y admiro<br />

sinceramente a Jesús, aunque, desgraciadamente, parece<br />

que jamás existió.<br />

—¿Qué está usted diciendo, hija mía? ¿Cómo puede<br />

conciliar semejante duda con el acto que realiza<br />

en este instante?<br />

—Padre, no he intentado conciliarios. Y le ruego<br />

encarecidamente no me pida usted que me sujete a la<br />

lógica. Estoy de lógica hasta la punta de los cabello*<br />

y profeso verdadero odio hacia esta disciplina.<br />

A pesar suyo, el sacerdote se sonríe, como mecido<br />

por la venganza, al recordar que Trousillet, su contradictor,<br />

es un enamorado de la lógica. Pero, reponiéndose,<br />

exclama :<br />

—Hija mía, antes de que pueda oír tu confesión,<br />

el ritual exige que recites el «Confíteor» que, al afirmar<br />

que crees en «la virgen María», te induce a que<br />

adores a su divino hijo.<br />

—Repetiré lo que usted me dicte, Padre.<br />

—Con los labios, pero no de todo corazón.<br />

—1 Ah ! —dijo Susana suspirando—, no sabe usted<br />

cuan importante papel desempeña el corazón en<br />

mi actitud de hoy. El espíritu tal vez no está del todo<br />

convencido. Pero el corazón me ha traído aquí para<br />

que usted dirija mi pensamiento y mi conducta.<br />

El sacerdote recuerda las recomendaciones de Pascal<br />

acerca de las prácticas rutinarias que doblan al<br />

espíritu por medio del hábito, y conducen, a ojos cerrados,<br />

hacia la fe. Pero en este instante semejante<br />

método inspírale una a modo de aversión.

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