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DIOS Y LOS NÁUFRAGOS ( José Ramón Ayllón)

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<strong>DIOS</strong> A LA VISTA<br />

Hombre soy: de breve duración y es enorme la noche.<br />

Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo:<br />

soy también escritura y en este mismo instante alguien me deletrea.<br />

OCTAVIO PAZ<br />

AGUSTÍN de Hipona<br />

Confía el pasado a la misericordia de Dios, el presente a su amor, el<br />

futuro a su providencia.<br />

Un día ya lejano, mi primer profesor de filosofía, un gallego sabio y guasón, se<br />

descolgó con una parrafada en el más puro dialecto de la tribu. Sólo para<br />

presentarnos al último filósofo romano, un tío bastante heavy, líder nato de sucesivas<br />

pandas de maquis y gichos: lo mejor de cada familia, la quintaesencia de la macarrez<br />

estudiantil de la época. Un tipo afro genuino, para más señas. Con mogollón de<br />

amigas y viruta. Siempre flipando, juerga va, juerga viene. Play-boy total. Nadie más<br />

legal con sus amigos. Y muy listo: leía a todas horas, discutía como nadie y escribía<br />

con un estilo alucinante. En concreto, escribió un libro que es una pasada:<br />

Confesiones. O sea: todos sus marrones al desnudo. Vendido como rosquillas<br />

durante quince siglos, hasta hoy.<br />

Aquel alarde verbal nos cogió a contrapié. Recuerdo que nos miramos unos a<br />

otros, desconcertados. Sólo el delegado de la clase estuvo a la altura de las<br />

circunstancias:<br />

-¿Y cómo dice que se llama el punto ese?<br />

-Agustín -respondió el profesor-. Agustín de Hipona. Lo tenéis en la página tal.<br />

Fuimos entonces a la página citada, ¿y qué encontramos? Un obispo de tomo y<br />

lomo. Y el resto de la verdad. Que el susodicho afro, después de la vida descrita por<br />

el profe, pegó un giro de 180 grados y llegó a ser obispo de Hipona. Y que después<br />

de muerto se convirtió en san Agustín. Hoy, si al colectivo play-boy le diera por tener<br />

santo patrono -y es mucho suponer-, saldría elegido por abrumadora mayoría san<br />

Agustín. Sin duda alguna, pues su vida fue, hasta los treinta años, una mezcla<br />

explosiva de movida y cachondeo sexual a la medida del Imperio romano que le tocó<br />

vivir. Él mismo lo reconoce con total sinceridad y buena pluma:<br />

Cuando llegué a la adolescencia ardí en deseos de hartarme de las<br />

cosas más bajas, y llegué a envilecerme con los más diversos y turbios<br />

amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos y agradar a<br />

los demás.<br />

No deseaba más que amar y que me quisieran. Pero no tenía medida<br />

ninguna, ni fijeza, como pide la verdadera amistad, sino que iba de acá para<br />

allá cegado por mi deseo sexual y la fuerza de mi pubertad. Ofuscado y en<br />

tinieblas, mi corazón no distinguía la serena amistad de lo que era exclusivamente<br />

apetito de la carne. Abrasado por esta obsesión, me sentía<br />

arrastrado en esta débil edad por el vértigo de mis deseos, y me sumergí<br />

hasta el fondo en toda clase de torpezas. Estaba sordo por el ruido de mis<br />

propias cadenas a cualquier voz que me llamara a la rectitud. Me sentía inquieto<br />

y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en el deseo<br />

de fornicar. Cada vez me alejaba más del verdadero camino, yendo detrás<br />

de esas satisfacciones estériles, ensoberbecido, agitado y sin voluntad para<br />

obrar bien.<br />

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