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DIOS Y LOS NÁUFRAGOS ( José Ramón Ayllón)

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Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una<br />

inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin el temor<br />

de herir su ternura, ante Quien tengo la dicha de ser un niño perdonado, que<br />

se despierta para saber que todo es regalo.<br />

Un sacerdote se encargó de prepararle para el bautismo:<br />

Lo que me dijo de la doctrina cristiana lo esperaba y lo recibí con<br />

alegría. La enseñanza de la Iglesia era cierta hasta la última coma, y yo<br />

tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se<br />

celebra una diana en el blanco. Una sola cosa me sorprendió: la Eucaristía.<br />

No es que me pareciese increíble, pero me maravillaba que el amor divino<br />

hubiese encontrado esa forma inaudita de comunicarse, y sobre todo que<br />

hubiese escogido el pan, que es alimento del pobre y alimento preferido de<br />

los niños. De todos los dones que me ofrecía el cristianismo, ése era el más<br />

hermoso.<br />

La avalancha de preguntas que suscitó Dios Existe provocó la respuesta de<br />

Frossard en otro libro: ¿Hay otro mundo? Su comienzo obligado afirma la existencia<br />

de un mundo cuyo espacio no es el nuestro, cuyo tiempo tampoco es el nuestro, que<br />

no pertenece a nuestro universo ni se rige por nuestras leyes:<br />

Con la mirada del espíritu, yo lo he visto alzarse más bello que la<br />

belleza, más luminoso que la luz. Sería un gran error imaginarlo descolorido<br />

y fantasmal, como si fuera menos concreto que nuestro mundo sensible. La<br />

verdad es lo contrario: es un mundo de una plenitud y de una densidad prodigiosas.<br />

Es la realidad, la última realidad, la que hace que las cosas sean lo<br />

que son. Hacia ese mundo, donde tiene lugar la resurrección de los cuerpos,<br />

todos nos dirigimos. No entraremos en una forma etérea, sino en el corazón<br />

de la vida misma, y allí experimentaremos esa inaudita alegría, multiplicada<br />

por toda la dicha que a su alrededor dispensa, y por el misterio central de la<br />

efusión divina.<br />

Aunque ya lo ha dicho, Frossard se ve obligado a repetir que entró ateo y por<br />

casualidad en una capilla de París, y que salió católico unos minutos más tarde.<br />

También repetirá, para eliminar cualquier sospecha de simpatía previa, su distancia<br />

frente a la Iglesia:<br />

Ninguna institución me era tan extraña como la Iglesia católica, ni tan<br />

antipática diría, si la palabra no incluyera un matiz de hostilidad que no iba<br />

conmigo. Era la Luna, el planeta Marte. Voltaire no me la había elogiado, y<br />

yo casi no leía a nadie más que a él y a Rousseau desde mis doce años. No<br />

obstante, fue a ella, y a ninguna otra, adonde fui devuelto, remitido o<br />

confiado, no lo sé, como a una nueva familia.<br />

La educación del joven Frossard incluía las principales objeciones que se han<br />

formulado contra la Iglesia católica:<br />

¿Cómo hubiera podido yo aprender algo útil y verdadero sobre la<br />

Iglesia? Mis libros solamente me habían hablado de ella en términos<br />

difamatorios: se agarraban a sus pequeñeces y acentuaban sus faltas,<br />

olvidaban sus buenas obras e ignoraban sus grandezas (...]. Mis libros<br />

reconocían el antiguo poder de la Iglesia, pero lo hacían para mejor<br />

censurar el uso que había hecho de él. Su historia era la de una larga y fructuosa<br />

empresa dominadora con máscara filantrópica, pues sólo predicaba la<br />

humildad para obtener resignación, y la esperanza para no oír hablar de<br />

justicia. Esos libros míos citaban gustosamente a los inquisidores y a los<br />

papas pendencieros, pero nunca hablaban de los mártires ni de los santos<br />

[...}. Se mostraban prolijos al hablar de la cabeza política de la Iglesia<br />

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