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André FROSSARD<br />
Sé la verdad sobre la más disputada de las cuestiones y el más antiguo<br />
de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré. Si el azar cupiese en esta<br />
especie de aventura, diría que me lo encontré por casualidad, con el<br />
asombro del paseante que al doblar una calle de París viese, en lugar de la<br />
plaza o del cruce habituales, un mar inesperado batiendo con su oleaje la<br />
planta baja de las casas, y extendido hasta el infinito. Fue un momento de<br />
estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de<br />
Dios...<br />
Si André Frossard (1915-1995) no hubiera sido un prestigioso periodista de Le<br />
Figaro, miembro de la Academia Francesa, clarividente y equilibrado, le habrían<br />
tomado por loco. Hijo del primer secretario del partido comunista francés, se<br />
consideraba un ateo perfecto, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los<br />
mismos anticlericales le parecían un poco patéticos y ridículos, como lo serían unos<br />
historiadores empeñados en refutar el cuento de Caperucita Roja. Además, no<br />
hacían más que prolongar en vano un debate cerrado por la Razón mucho tiempo<br />
atrás, pues estaba claro que Dios no existía, que el cielo estaba desierto, y que la<br />
Tierra era una combinación de elementos reunidos al azar. Frossard era ateo<br />
respecto a Dios y escéptico respecto a la verdad. En cualquier caso...<br />
[...) si admitiera la posibilidad de alguna verdad, los curas serían las<br />
últimas personas a las que iría a preguntar, y la Iglesia, a la que no conozco<br />
sino a través de alguna de sus chapuzas temporales, sería el último lugar<br />
donde iría a buscarla.<br />
Sin embargo, una tarde entrará en una capilla parisina del barrio latino, en busca<br />
de un amigo. Entrará escéptico y ateo de extrema izquierda, y saldrá, cinco minutos<br />
más tarde, católico, apostólico y romano, «arrollado por la ola de una alegría<br />
inagotable». Entrará con veinte años y saldrá como un niño, con los ojos<br />
desorbitados por lo que ve a través del inmenso desgarrón que acaba de abrirse en<br />
el toldo del mundo. Y, cuando intente ponerlo por escrito, resumirá todo en un<br />
famoso título: Dios existe. Yo me lo encontré. Frossard se reconoce incapaz de<br />
describir la senda que le llevó a Dios, sencillamente porque no hubo tal camino:<br />
Pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de<br />
emboscada. Así que este libro no cuenta cómo he llegado al catolicismo,<br />
sino cómo no iba hacia él cuando me lo encontré. No es el relato de una<br />
evolución intelectual, sino la reseña de un acontecimiento fortuito, algo así<br />
como el atestado de un accidente.<br />
Y es que, a los dos o tres minutos de entrar en la capilla, se desencadena un<br />
prodigio cuya violencia va a desmantelar en un instante todo lo que Frossard<br />
pensaba y vivía. Le será mostrado literalmente otro mundo:<br />
(…) un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que<br />
arrinconan al nuestro entre las sombras frágiles de los sueños incompletos.<br />
Él es la realidad, Él es la verdad, la veo desde la ribera oscura donde aún<br />
estoy retenido. Hay un orden en el universo, y en su vértice, más allá de<br />
este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios. La evidencia<br />
hecha presencia y hecha persona de Aquel a quien yo habría negado un<br />
momento antes, a quien los cristianos llaman Padre nuestro, y del que<br />
aprecio que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra.<br />
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