A mis dieciséis años me entregué totalmente a la carne, al furor de la satisfacción sexual, permitida y hasta aplaudida por la desvergüenza humana, pero contraria al amor de Dios. Agustín (354-430) había nacido a mediados del siglo IV, en la franja norteafricana que pertenecía al Imperio romano. Su juventud y su primera madurez estuvieron marcadas por una lucha dramática entre el deseo de placer y el ansia no menor de encontrar una verdad definitiva. Ambas tendencias lucharon en él con encarnizada oposición, hasta la frontera de los treinta años. Sólo entonces, después de haber sopesado con minuciosa lucidez todas las filosofías y religiones de la época, ve la luz en el Dios cristiano. Escribirá el relato de esa violenta zozobra en sus Confesiones, la autobiografía más leída de la historia. ¡Qué caminos más tortuosos! ¡Pobre alma mía insensata, que esperó conseguir lejos de Dios algo mejor! Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo..., y todo lo encontraba duro e incómodo, porque sólo Dios era su descanso. A comienzos del siglo XXI, la persona humana se concibe a sí misma, más que nunca, como un híbrido de sentimiento y razón. Bastaría recordar que un libro del psicólogo Daniel Goleman, Inteligencia emocional, ha sido un best-seller mundial durante el último lustro del XX. En este sentido, si Agustín de Hipona es un hombre radicalmente moderno, lo es precisamente por haber respetado con idéntica fidelidad las exigencias del corazón y de la inteligencia. Y, si la conversión de este romano tiene mucho que decir a los hombres y mujeres del siglo XXI, es porque recorre los dos grandes caminos de acceso a Dios: el intelectual y el sentimental. Dios es, para Agustín, el ser que colma por igual las aspiraciones del corazón y de la razón. Esa doble sintonía queda expresada en frases elocuentes: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti. No lo digo dudando, sino con toda seguridad: yo amo al Señor. Hirió mi corazón con su palabra y le amé. También el cielo y la tierra y todo lo que en ellos hay me dicen que le ame, y continuamente lo repiten a todos, para que nadie pueda excusarse. ¡Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo había salido fuera de mí, y te buscaba por fuera. Como una bestia me lanzaba sobre las cosas bellas que Tú creaste. Estabas conmigo, pero yo no estaba Contigo. Me tenían atado, lejos de Ti, esas cosas que, si no estuviesen sostenidas por Ti, dejarían de existir. Y entonces me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí, y echaste de mis ojos la ceguera. Exhalaste tu Espíritu, aspiré su perfume y te deseé. Te gusté, te comí y te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz. En nuestra modernidad, casi todos los que han razonado su ateísmo han visto la fe como una ilusión, un sueño nacido de la negativa a mirar cara a cara la soledad del hombre en un mundo sin sentido. Si se admite esa hipótesis, los creyentes son cobardes y farsantes, como niños que necesitan la protección del regazo materno, o como el anciano que teme la muerte y suelta las riendas de la razón para acurrucarse en el sentimentalismo. Sin embargo, los grandes conversos que han dado el salto del ateísmo a la fe -y el primero de ellos san Agustín- estiman que la fe es razonable. Muy razonable. En lugar de ser una abdicación de la razón, su fe es fidelidad a la luz entrevista por la inteligencia. En otras palabras, si la razón rehusase 28
la guía de Dios, sería infiel a sí misma. La fe de los conversos es, por tanto, un acto explícito de la inteligencia. San Agustín formula esta idea de forma insuperable: El mismo acto de fe no es otra cosa que el pensar con el asentimiento de la voluntad. Todo el que cree piensa; piensa creyendo y cree pensando. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula. 29