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DIOS Y LOS NÁUFRAGOS ( José Ramón Ayllón)

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terrestre, pero mudos en cuanto a su corazón evangélico. Yo conocía todo<br />

sobre el comportamiento despótico de julio II, e ignoraba absolutamente los<br />

encendimientos poéticos de Francisco de Asís.<br />

No me habían dicho que, si la Iglesia no siempre había arrostrado en<br />

este mundo el buen combate, por lo menos había guardado la fe, y que<br />

únicamente la fe nos había hecho amistosa esta tierra. No me habían dicho<br />

que la Iglesia nos había dado un rostro a quienes no sabemos con exactitud<br />

si somos dioses o gusanos cenagosos, si somos el adorno supremo del<br />

universo o un débil retorcimiento de moléculas en una parcela de fango<br />

perdida en un océano de silencio. La Iglesia sabía -y constatamos que era la<br />

única en saberlo en este siglo de terror- lo que es la deportación y la muerte;<br />

sabía que el hombre es un ser que no cuenta finalmente más que para Dios.<br />

Mis libros no me habían dicho que la Iglesia nos había salvado de<br />

todas las desmesuras a las que -indefensos- somos entregados desde que<br />

no se la escucha, o cuando ella se calla. No me decían que la Iglesia, por<br />

sus promesas de eternidad, había hecho de cada uno de nosotros una<br />

persona insustituible, antes que nuestra renuncia al infinito hiciera de<br />

nosotros un átomo efímero {...) No me decían mis libros que sus<br />

dogmas eran las únicas ventanas horadadas en el muro de la noche que nos<br />

envuelve, y que el único camino abierto hacia la alegría era el pavimento de<br />

sus catedrales, gastado por las lágrimas.<br />

El Dios de André Frossard no es el Ser vago y anónimo de la filosofía, sino el Ser<br />

que el orden del mundo sugiere, que la belleza propone, que el pensamiento desea,<br />

pero que no da ni el orden, ni la belleza, ni el pensamiento. Un Ser tal que, desde el<br />

día en que lo encontró, haga lo que haga la naturaleza y digan lo que digan los<br />

hombres, ya no le han hablado más que de Él. Ese recuerdo imborrable hará que el<br />

viejo periodista escriba, muchos años más tarde, palabras en las que sigue vibrando<br />

la emoción del gran descubrimiento:<br />

¡Dios mío! Entro en tus iglesias desiertas, veo a lo lejos vacilar en la<br />

penumbra la lamparilla roja de tus sagrarios, y recuerdo mi alegría. ¡Cómo<br />

podría haberla olvidado! ¿Cómo echar en olvido el día en que se ha<br />

descubierto -entre los muros de una capilla hendida de repente por la luz- el<br />

amor desconocido por el que se ama y se respira; donde se ha aprendido<br />

que el hombre no está solo, que una invisible presencia le atraviesa, le<br />

rodea y le espera; que más allá de los sentidos y de la imaginación existe<br />

otro mundo, donde a su lado este universo material, por hermoso que sea y<br />

por insistente que sepa hacerse, no es más que vapor incierto y lejano reflejo<br />

de la belleza que lo ha creado? Porque hay otro mundo. Y no hablo de él<br />

por hipótesis, por razonamiento o de oídas. Hablo por experiencia.<br />

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