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terrestre, pero mudos en cuanto a su corazón evangélico. Yo conocía todo<br />
sobre el comportamiento despótico de julio II, e ignoraba absolutamente los<br />
encendimientos poéticos de Francisco de Asís.<br />
No me habían dicho que, si la Iglesia no siempre había arrostrado en<br />
este mundo el buen combate, por lo menos había guardado la fe, y que<br />
únicamente la fe nos había hecho amistosa esta tierra. No me habían dicho<br />
que la Iglesia nos había dado un rostro a quienes no sabemos con exactitud<br />
si somos dioses o gusanos cenagosos, si somos el adorno supremo del<br />
universo o un débil retorcimiento de moléculas en una parcela de fango<br />
perdida en un océano de silencio. La Iglesia sabía -y constatamos que era la<br />
única en saberlo en este siglo de terror- lo que es la deportación y la muerte;<br />
sabía que el hombre es un ser que no cuenta finalmente más que para Dios.<br />
Mis libros no me habían dicho que la Iglesia nos había salvado de<br />
todas las desmesuras a las que -indefensos- somos entregados desde que<br />
no se la escucha, o cuando ella se calla. No me decían que la Iglesia, por<br />
sus promesas de eternidad, había hecho de cada uno de nosotros una<br />
persona insustituible, antes que nuestra renuncia al infinito hiciera de<br />
nosotros un átomo efímero {...) No me decían mis libros que sus<br />
dogmas eran las únicas ventanas horadadas en el muro de la noche que nos<br />
envuelve, y que el único camino abierto hacia la alegría era el pavimento de<br />
sus catedrales, gastado por las lágrimas.<br />
El Dios de André Frossard no es el Ser vago y anónimo de la filosofía, sino el Ser<br />
que el orden del mundo sugiere, que la belleza propone, que el pensamiento desea,<br />
pero que no da ni el orden, ni la belleza, ni el pensamiento. Un Ser tal que, desde el<br />
día en que lo encontró, haga lo que haga la naturaleza y digan lo que digan los<br />
hombres, ya no le han hablado más que de Él. Ese recuerdo imborrable hará que el<br />
viejo periodista escriba, muchos años más tarde, palabras en las que sigue vibrando<br />
la emoción del gran descubrimiento:<br />
¡Dios mío! Entro en tus iglesias desiertas, veo a lo lejos vacilar en la<br />
penumbra la lamparilla roja de tus sagrarios, y recuerdo mi alegría. ¡Cómo<br />
podría haberla olvidado! ¿Cómo echar en olvido el día en que se ha<br />
descubierto -entre los muros de una capilla hendida de repente por la luz- el<br />
amor desconocido por el que se ama y se respira; donde se ha aprendido<br />
que el hombre no está solo, que una invisible presencia le atraviesa, le<br />
rodea y le espera; que más allá de los sentidos y de la imaginación existe<br />
otro mundo, donde a su lado este universo material, por hermoso que sea y<br />
por insistente que sepa hacerse, no es más que vapor incierto y lejano reflejo<br />
de la belleza que lo ha creado? Porque hay otro mundo. Y no hablo de él<br />
por hipótesis, por razonamiento o de oídas. Hablo por experiencia.<br />
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