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Jean GUITTON<br />
Un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha devuelve a Él. LOUIS PASTEUR<br />
Los pioneros de las grandes disciplinas científicas han sido hombres convencidos<br />
de que en la realidad estudiada iban a encontrar una profunda racionalidad, huella de<br />
un diseño divino. Bastaría con citar a Copérnico, Kepler, Galileo o Newton como<br />
exponentes cualificados de un catálogo abrumador. Pero esta armonía intelectual<br />
entre lo humano y lo divino se rompe en el siglo XIX con el positivismo. Desde<br />
entonces, se oye con frecuencia que la ciencia pertenece al mundo real, mientras<br />
que Dios es un invento de la imaginación humana. Sin embargo, el materialismo<br />
positivista no es la última palabra. Como decía Pasteur, un poco de ciencia aleja de<br />
Dios, pero mucha devuelve a Él. Hoy, más allá de las apariencias empíricas, la física<br />
cuántica roza de manera sorprendente el enigma fundamental con que se enfrenta el<br />
espíritu humano: la existencia de un Ser trascendente, causa y significado del<br />
universo.<br />
En el libro Dios y la ciencia, Jean Guitton dialoga sobre esta cuestión con los<br />
astrofísicos Igor y Grichka Bogdanov.<br />
Guitton nació en 1900, fue alumno de Bergson, pertenece a la Academia Francesa<br />
y es uno de los más eminentes filósofos de nuestro tiempo.<br />
El diseño inteligente del universo<br />
¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué apareció el universo? Ninguna ley<br />
física que se deduzca de la observación permite responder estas preguntas. Sin<br />
embargo, las mismas leyes nos autorizan a describir con precisión lo que sucedió al<br />
comienzo, entendiendo por comienzo 10-43 segundos después del espejismo del<br />
tiempo cero, ese límite originario que los físicos llaman «muro de Planck». En ese<br />
tiempo lejano, hace quince mil millones de años, todo lo que contiene el universo -<br />
planetas, soles y miles de millones de galaxias- estaba concentrado en una<br />
pequeñez inimaginable, apenas una chispa en el vacío.<br />
En ese tiempo increíblemente pequeño, el universo entero, y todo lo que será más<br />
tarde, está contenido en una esfera de una pequeñez inimaginable: 10-33<br />
centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces menor que el núcleo<br />
de un átomo.<br />
Por tanto, todo lo que conocemos procede de un océano infinito de energía que<br />
tiene la apariencia de la nada. Por supuesto, desconocemos de dónde viene ese<br />
primer «átomo de realidad», origen del inmenso tapiz cósmico que, en un misterio<br />
casi total, se extiende hoy en el espacio y en el tiempo. Lo que sí sabemos es el<br />
fantástico ajuste con que está formado ese tapiz.<br />
Toda la realidad descansa sobre un pequeño número de constantes cosmológicas:<br />
menos de quince. Conocemos el valor de cada una de ellas con notable precisión.<br />
Ahora bien, a poco que hubiera sido modificada una sola de esas constantes, el<br />
universo -al menos, tal como lo conocemos- no hubiera podido aparecer. Veamos<br />
algunos ejemplos.<br />
Si aumentáramos apenas un uno por ciento la intensidad de la fuerza nuclear que<br />
controla la cohesión del núcleo atómico, suprimiríamos cualquier posibilidad de que<br />
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