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29 • Ap r o i n
vivienda, sin más, ya que hasta ahora el
Estado no ha regalado viviendas a nadie
por mucho derecho que se tenga. No
obstante, ese matiz apuntado no parece
ser el que inspira la Constitución, que a
tenor de la opinión de la mayor parte de
los juristas le dan el mayor alcance de garantizar
al ciudadano la susodicha vivienda,
aun cuando aquí también cabe otro
matiz, ya que el derecho podría centrase
únicamente en el uso (disfrutar) de la vivienda
y no en su propiedad, pero también
en esto sigue fallando el Estado, ya
que tampoco se ofrece como arrendador
de vivienda alguna, por lo que tal y como
nos encontramos actualmente y por mucho
que lo diga la Constitución, el que
no pueda pagarse la vivienda o pagar la
renta de un alquiler, lo tiene claro.
De todas formas, la competencia en
materia de vivienda, y se supone que
la garantía del 47 de la C., han sido
traspasados a las Comunidades Autónomas,
con lo que son estas quienes
deben garantizarla, y ahí las recetas ya
son variopintas.
La primera mitad del siglo XX se caracterizó
entre otras cosas por los continuos
enfrentamientos entre naciones,
e incluso interiormente entre distintas
formas de entender la vida en algunas
de ellas, entre las que nos encontramos.
Consecuencia de ello fue la ruina casi generalizada
de todo patrimonio edilicio, y
con ello una carestía residencial endémica
que cada país afrontó como principal
problema, de formas muy variadas.
En los países de la órbita soviética
la iniciativa fue en su totalidad estatal,
siendo por tanto el Estado quien afrontó
la cuestión, mientras en el resto de los
países más occidentales, el problema fué
afrontado entre el Estado y la iniciativa
privada, acometiendo la empresa las viviendas
de libre mercado, mientras el Estado
trataba de hacerse cargo de facilitar
la vivienda a aquellos ciudadanos que no
alcanzaban la oferta libre del mercado.
Los años 50 del pasado siglo, marcaron
en España la puesta en escena de la
preocupación del Estado por el urbanismo
y la vivienda, de forma sistemática.
En 1956 salió la primera ley del suelo,
la más moderna y social de Europa en
su momento (¡en la España de Franco!),
mientras en esa década se creaban las
viviendas sociales y las de protección
oficial, viviendas que en su totalidad estaban
entonces a cargo únicamente del
Estado, quien poco a poco fue dando
entrada a la empresa privada que lo solicitase,
en su construcción y venta.
En 1980, el 14% de las viviendas
construidas eran de Promoción Pública
(construidas por el Estado), el 48% de
Protección Pública (construidas libremente
por promotores) y el 38% libres,
mientras que en 2005, veinticinco años
después, la proporción era la siguiente:
0,25%-6,5%-91,25% respectivamente,
lo que da idea de la renuncia de la Administración
a ese cometido social.
A partir de 1978 y con la Constitución
en la mano, el incumplimiento del
mencionado artículo 47 ha sido sistemático
en todos sus mandatos. Ni se ha
garantizado el derecho de los españoles
a una vivienda, ni se garantiza de forma
efectiva que las existentes sean dignas y
adecuadas, ni los poderes públicos promueven
las condiciones necesarias para
que ello se produzca, ni se establecen las
normas pertinentes para hacer efectivo
ese derecho, ni se regula la utilización
del suelo de acuerdo al interés general, ni
mucho menos se impide la especulación,
sin que la comunidad participe, más que
de forma accidental, en las plusvalías que
genera la acción urbanística de los entes
públicos. Nos encontramos, quizá, ante
el artículo que genera mayores incumplimientos
por parte del Estado (ahora
de las Comunidades Autónomas), bien es
cierto que unas más que otras.
Si el Estado interviniera en todos los
nuevos suelos calificados, los de expansión
de las ciudades, se quedara con un
porcentaje para zonas verdes, dotaciones
y viales, cobrara las plusvalías por
la acción urbanizadora y regulara el
precio máximo de venta del suelo libre
de nuevo cuño resultante, poniendo un
plazo de conversión en suelo urbano,
así como de construcción, calificara a
los ciudadanos según su declaración
de la renta en protegidos o no, fuera
de avalista de estos ante las entidades
crediticias, haciéndose cargo de los
intereses y dejando al ciudadano únicamente
las amortizaciones mientras
fuera protegido, comprando este en el