La casa de convalescencia.indd - Ediciones B

ailar lánguidas, vestidas de negro, horquillas a la luz de la lumbre,
un tango de invierno, la vista fija en el hombro de la otra, en un
lento despliegue de emoción en el campo gélido y silencioso. Sólo
como diversión, sólo entre amigas. Y, al volver la vista atrás,
queremos también a las otras criaturas, los pájaros oscuros y
el diminuto siili, nuestro pequeño erizo, y esa pecera junto al
radiador del Solárium. Creemos que del erizo tenemos fotos.
Los peces flotan, laten como glóbulos sanguíneos en el ojo, laten
como el piano y sobre todo el violín, como un disco que
gira olvidado, el fuego encendido y llameando en las ventanas,
fulgurante contra las sombras del oscuro abedul, los cedros y
los ubicuos pinos, el telón de fondo, el público, es tan difícil
llamar la atención de los pinos... Y ahora están más frondosos.
Pero nos encantan los pinos que se ven por las ventanas de esa
sala donde apartábamos los sofás y practicábamos, inofensivamente.
Nos encanta todo lo que hicimos. Hasta el mal trago
del agua caliente en las tripas, el retortijón en las vísceras y el
regusto metálico en la boca, el sudor húmedo en el nacimiento
del pelo y la porquería oculta que vuelve a salir con la sangre.
Nos encantan estos recuerdos porque el dolor es evocador más
allá de los músculos y la repetición sirve a un propósito. Nos
encanta ser felices ahora, y nos encanta sentirnos seguras, y así
os lo repetiremos: ahora nos sentimos seguras y felices, y esto
es lo que queríamos.
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