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Fahrenheit 451 Ray Bradbury Fuego Brillante - Educarchile

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Alguno de ellos tendría que dejar de quemar. El sol no, por supuesto. Según<br />

todas las apariencias, tendría ser Montag, así como las personas con quienes<br />

había trabajado hasta unas pocas horas antes. En algún sitio habría que<br />

empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo tuviera un nuevo inicio, y<br />

alguien tendría que ocuparse de ello, de una u otra manera, en libros, en<br />

discos, en el cerebro de la gente, de cualquier manera con tal de que fuese<br />

segura, al abrigo de las polillas, de los pececillos de plata, del óxido, del moho<br />

y de los hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los<br />

tipos y tamaños. Ahora, el gremio de los tejedores de asbestos tendría que<br />

abrir muy pronto su establecimiento.<br />

Montag sintió que sus pies tocaban tierra, pisaban guijarros y piedras, se<br />

hundían en arena. El río le empujado hacia la orilla.<br />

Contempló la inmensa y negra criatura sin ojos ni luz, sin forma, con sólo un<br />

tamaño que se extendía dos millares de kilómetros sin desear detenerse, con<br />

sus colinas cubiertas de hierba y sus bosques que le esperaban.<br />

Montag vaciló en abandonar el amparo del agua Temía que el Sabueso<br />

estuviese allí. De pronto, los árboles podían agitarse bajo las aspas de multitud<br />

de helicópteros.<br />

Pero sólo había la brisa otoñal corriente, que discurría como otro río. ¿Por qué<br />

no andaba el Sabueso por allí? ¿Por qué la búsqueda se había desviado hacia<br />

el interior? Montag escuchó. Nada. Nada.<br />

«Millie -pensó-. Toda esta extensión aquí. ¡Escúchala! Nada y nada. Tanto<br />

silencio, Millie, que me pregunto qué efecto te causaría. ¿Te pondrías a gritar<br />

"¡Calla, calla!" Millie, Millie?»<br />

Y se sintió triste.<br />

Millie no estaba allí, ni tampoco el Sabueso, pero sí el aroma del heno, que<br />

llegaba desde algún campo lejano y que indujo a Montag a subir a tierra firme.<br />

Recordó una granja que había visitado de niño, una pocas veces en que había<br />

descubierto que, más allá de los siete velos de la irrealidad, más allá de las<br />

paredes de los salones y de los fosos metálicos de la ciudad, vacas pacían la<br />

hierba, los cerdos se revolcaban en ciénagas a mediodía y los perros ladraban<br />

a las blancas ovejas en las colinas.<br />

Ahora, el olor a heno seco, el movimiento del agua le hizo desear echarse a<br />

dormir sobre el heno en un solitario pajar, lejos de las ruidosas autopistas,<br />

detrás de<br />

una tranquila granja y bajo un antiguo molino que susurrara sobre su cabeza<br />

como el sonido de los años que transcurrían. Permaneció toda la noche en el<br />

pajar, escarbando el rumor de los lejanos animales, de los insectos y de los<br />

árboles, así como los leves e infinitos movimientos y susurros del campo.<br />

«Durante la noche -pensó-, bajo el cobertizo quizás oyese un sonido de pasos.<br />

Se incorporaría, lleno de tensión. Los pasos se alejarían. Volvería a tenderse y

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