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Fahrenheit 451 Ray Bradbury Fuego Brillante - Educarchile

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amordazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplandecientes<br />

vehículos, de modo que cuando llegaban los bomberos encontraban la casa<br />

vacía. No se dañaba a nadie, únicamente a objetos. Y puesto que los objetos<br />

no podían sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni chillaban o gemían,<br />

como aquella mujer podía empezar a hacerlo en cualquier momento, no había<br />

razón para sentirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo una<br />

operación de limpieza. Cada cosa en su sitio. ¡Rápido con el petróleo! ¿Quién<br />

tiene una cerilla?<br />

Pero aquella noche, alguien se había equivocado. Aquella mujer estropeaba el<br />

ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando, para<br />

disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las<br />

habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran un fino polvillo de<br />

culpabilidad que era sorbido por ellos al moverse por la casa. Montag sintió una<br />

irritación tremenda. ¡Por encima de todo, ella no debería estar allí!<br />

Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un<br />

libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos,<br />

agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era<br />

como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella. Con<br />

toda su prisa Y su celo, Montag sólo tuvo un instante para leer una línea ésta<br />

ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado<br />

con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag<br />

dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.<br />

-¡Montag, sube!<br />

La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera<br />

devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba,<br />

arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros<br />

asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres.<br />

Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro<br />

propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había<br />

convertido en ladrona. En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó<br />

con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador.<br />

¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira!<br />

Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia,<br />

como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.<br />

-¡Montag!<br />

El aludido se volvió con sobresalto.<br />

-¡No te quedes ahí parado, estúpido!<br />

Los libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los<br />

hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus<br />

ojos dorados, caían, desaparecían.

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