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enferma, sino en cualquier per¬sona que tuviera a mano. Estaba<br />
suscrita a todas las publica¬ciones de «Salud» y fraudes<br />
frenológicos, y la solemne ignorancia de que estaban henchidas era<br />
como oxígeno para sus pulmones. Todas las monsergas que en<br />
ellas leía acerca de la ventilación, y el modo de acostarse y el de<br />
levantarse, y qué se debe comer, y qué se debe beber, y cuánto<br />
ejercicio hay que hacer, y en qué estado de ánimo hay que vivir, y<br />
qué ropas debe uno ponerse, eran para ella el evangelio; y no<br />
notaba nunca que sus periódicos salutíferos del mes corriente<br />
habi¬tualmente echaban por tierra todo lo que habían<br />
recomenda¬do el mes anterior. Su sencillez y su buena fe la hacían<br />
una víctima segura. Reunía todos sus periódicos y sus<br />
medica¬mentos charlatanescos, y así, armada contra la muerte, iba<br />
de un lado para otro en su cabalgadura espectral,<br />
metafórica¬mente hablando, y llevaba «el infierno tras ella». Pero<br />
jamás se le ocurrió la idea de que no era ella un ángel consolador y<br />
un bálsamo de Gilead, disfrazado, para sus vecinos dolientes.<br />
El tratamiento de agua era a la sazón cosa nueva, y el estado de<br />
debilidad de Tom fue para la tía un don de la Provi¬dencia. Sacaba<br />
al muchacho al rayar el día, le ponía en pie bajo el cobertizo de la<br />
leña y lo ahogaba con un diluvio de agua fría; le restregaba con una<br />
toalla como una lima, y como una lima lo dejaba; lo enrollaba<br />
después en una sábana moja¬da y lo metía bajo mantas,<br />
haciéndole sudar hasta dejarle el alma limpia, y «las manchas que<br />
tenía en ella le salían por los poros», como decía Tom.<br />
Sin embargo, y a pesar de todo, estaba el muchacho cada vez más<br />
taciturno y pálido y decaído. La tía añadió ba¬ños calientes, baños<br />
de asiento, duchas y zambullidas. El mu¬chacho siguió tan triste<br />
como un féretro. Comenzó entonces a ayudar al agua con gachas<br />
ligeras como alimento, y sinapis¬mos. Calculó la cabida del<br />
muchacho como la de un barril, y todos los días lo llenaba hasta el<br />
borde con panaceas de cu¬randero.<br />
Tom se había hecho ya para entonces insensible a las<br />
persecuciones. Esta fase llenó a la anciana de consternación. Había<br />
que acabar con aquella «indiferencia» a toda costa. Oyó hablar<br />
entonces por primera vez del «matadolores». En¬cargó en el acto<br />
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