Foro Regional de Intercambio de Experiencias en Prevención y ...

continuidad de otras actividades ilegales. En algunos países, cuando las economías de guerra convencionales se
agotaron, las armas pequeñas fueron derivadas para propósitos criminales. Esto va de la mano con el riesgo comprobado
que combatientes desmovilizados acaben usando sus armas para conseguir renta de forma ilegal.
En ocasiones, sectores importantes de las sociedades afectadas viven de estas actividades económicas vinculadas al
confl icto armado, lo que ayuda a entender por qué es tan difícil erradicarlo. En general, este fl ujo económico presenta
los típicos inconvenientes, en términos de efi ciencia y equidad, de actividades desarrolladas sin transparencia, sin
competición abierta y en función de coacción armada: encarecen productos y servicios, y tienden a concentrar la
riqueza benefi ciando a unos pocos, a menudo a costa del empobrecimiento de muchos. Incluso así, su contribución
económica es signifi cativa y algunos autores recomiendan que se evalúe cuidadosamente su impacto, y su posible
substitución, antes de emprender una tentativa de desmantelamiento.
De todas formas, el impacto de la violencia armada va mucho más allá de lo económico. De la misma manera que el
concepto de seguridad evolucionó hasta abarcar aspectos políticos y sociales, es preciso que el concepto de desarrollo
también sea comprendido de forma amplia, más allá de lo económico. Esto ya comenzó con la creación de la noción
de ‘desarrollo humano’, que pretendía quebrar el monopolio de la renta per cápita como único indicador del desarrollo.
Desde entonces, el concepto se ha expandido aún más y el proceso podría ser aún más amplio.
Así, la violencia mina las redes de confi anza y solidaridad entre los ciudadanos y altera las actitudes sociales. Esto es
lo que muchos economistas llaman deterioro del capital social. El fenómeno es particularmente intenso en los casos
de criminalidad y menos frecuente cuando se trata de un confl icto intergrupal, que puede incluso funcionar como
un mecanismo de refuerzo de la solidaridad intragrupal. Pero cuando la amenaza es difusa, los individuos tienden a
desconfi ar unos de otros y buscan salidas individuales para la crisis. En algunas situaciones, es posible verifi car una
reacción de cohesión grupal y una toma de postura colectiva ante la violencia, como sucedió por parte de las mujeres
en Manipur y Nagaland en el noreste de la India, pero estos casos son excepciones a la regla. Normalmente, no es
posible determinar exactamente la dirección de la infl uencia causal, pues si el confl icto deteriora las redes sociales, este
deterioro facilita también la perpetuación de la violencia. En cualquier caso, la correlación entre ambos procesos suele
ser irrefutable e intensa.
Los confl ictos armados pueden contribuir a generar también culturas de aceptación o valorización de las armas, donde
la violencia es admitida como un medio legítimo de resolver diferencias interpersonales. Paralelamente, los mecanismos
comunitarios tradicionales de resolución de confl ictos pueden quedar irremediablemente deteriorados. Una vez
establecido este tipo de valores que legitiman la violencia, su efecto negativo se puede prolongar por generaciones
y su erradicación puede ser más difícil que la de las propias armas que participaron en su construcción. Un problema
a menudo conectado con este es que, en los casos en los que los gobiernos distribuyen armas entre los ciudadanos
durante los confl ictos armados, estas armas difícilmente retornan al poder estatal con el fi n de las hostilidades. De
cualquier forma, una cultura de violencia tenderá a mantener una alta demanda social por armas de manera indefi nida.
En El Salvador, este tipo de cultura ha sido corresponsabilizada por los altos niveles de violencia armada después del
fi nal de la guerra civil (PNUD. El Salvador, 2003).
En muchas ciudades, la inseguridad hace que los individuos con cierto nivel de recursos pasen a vivir atrás de muros
en condominios cerrados, protegidos por agentes de seguridad privada, minimizando el contacto con el exterior y
considerando cualquier desconocido como una amenaza potencial (Caldeira, 2000). Los espacios son cada vez más
segregados. La ciudad, que nació como un ámbito de libertad y libre circulación que se contraponía al yugo del mundo
feudal, se convierte cada vez más en un espacio privatizado y exclusivo. Y el recurso creciente a la seguridad privada
socava el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado, que muchas veces se ve incapaz incluso de regular
y fi scalizar esas estructuras armadas de carácter privado.
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