36. Tinto con Coca-Cola Caía ya la tar<strong>de</strong>. El frío atesaba y quemaba con fuerza el pabellón <strong>de</strong> las orejas, y la nariz se hume<strong>de</strong>cía hasta gotear. Como cumpli<strong>en</strong>do un ritual, atravesamos por el atrio <strong>de</strong> la iglesia y llegamos al Cream <strong>Santa</strong> Teresita. Esa tar<strong>de</strong> agregó un elem<strong>en</strong>to a los <strong>de</strong>l habitual consumo <strong>de</strong> café. José Luis pidió <strong>una</strong> Coca-Cola, porque había escuchado que Cortázar tomaba por las tar<strong>de</strong>s, <strong>en</strong> los días <strong>de</strong> mucho frío, tinto con Coca-Cola. ¡Que sean dos, por favor! Y <strong>de</strong> verdad que la combinación, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> agradable, ti<strong>en</strong>e un no sé qué <strong>de</strong> misticismo que se percibía <strong>en</strong> la charla. Al poco tiempo llegaron los <strong>de</strong>más. Los cinco, todos, probamos la nueva mezcla, <strong>en</strong>tonada con el humeante olor <strong>de</strong> cigarrillos Pielroja. Corría <strong>en</strong>tonces el año <strong>de</strong> 1968 y nadie molestaba porque el <strong>de</strong> al lado estuviese fumando. A<strong>de</strong>más <strong>de</strong> la <strong>de</strong>nsidad climática <strong>de</strong>l ambi<strong>en</strong>te, el humo acumulado <strong>de</strong> los cigarrillos daba a esos lugares un aspecto lúgubre y bohemio. Era el comi<strong>en</strong>zo <strong>de</strong> mi periplo universitario <strong>en</strong> Bogotá. Compartía yo habitación con Óscar y Ricardo Alarcón Núñez, <strong>en</strong> la calle 45 con carrera 19, <strong>en</strong> casa <strong>de</strong> Margoth Val<strong>de</strong>blánquez <strong>de</strong> Díazgranados, madre <strong>de</strong> José Luis. En la casa <strong>de</strong> al lado vivían Aurora y Merce<strong>de</strong>s, hijas también <strong>de</strong>l coronel José María Val<strong>de</strong>blánquez. Altagracia, otra hermana, vivía aparte con su hijo Pepe Stév<strong>en</strong>son. En el segundo piso, al final <strong>de</strong> un pasillo con un largo barandal, estaba la habitación <strong>de</strong> Manuelito. En su interior se respiraba aroma a física cuántica y a números volátiles <strong>en</strong>redados con ecuaciones y radicales. Manuelito, hermano mayor <strong>de</strong> José Luis y <strong>en</strong> esa época novio <strong>de</strong> María Angélica. En esa barandilla, con la cabeza recostada a la pared <strong>de</strong> la alcoba <strong>de</strong> Manuelito, me posó Felipe, el hermano m<strong>en</strong>or, para que le tomara <strong>una</strong> fotografía. Fue un primer plano <strong>de</strong> rostro <strong>de</strong> perfil, con iluminación lateral trasera, que produjo un estup<strong>en</strong>do claroscuro. Al mom<strong>en</strong>to <strong>de</strong> obturar, <strong>una</strong> mosca se le posó sobre la punta <strong>de</strong> la nariz. Se com<strong>en</strong>tó el hecho y se exhibió la fotografía con mucho <strong>en</strong>tusiasmo por el simpático <strong>de</strong>talle <strong>de</strong> la inoport<strong>una</strong> mosca, pero ahora caigo <strong>en</strong> la cu<strong>en</strong>ta <strong>de</strong> que esa era <strong>una</strong> mosca premonitoria. Felipe murió <strong>de</strong>masiado jov<strong>en</strong>. Diagonal a la habitación que compartía con los hermanos Alarcón Núñez, y fr<strong>en</strong>te al comi<strong>en</strong>zo <strong>de</strong>l barandal, estaba la <strong>de</strong> José Luis. Ese cuarto olía a tinto recal<strong>en</strong>tado, a cigarrillo Pielroja refumado y a colillas <strong>de</strong>stripadas <strong>en</strong> el c<strong>en</strong>icero, se mant<strong>en</strong>ía ll<strong>en</strong>o <strong>de</strong> libros y papeles algarete. Allí trabajaba José Luis durante toda la noche chuzando <strong>una</strong> máquina <strong>de</strong> escribir <strong>de</strong> no sé qué marca. Como uno <strong>de</strong> los personajes <strong>de</strong>l Siglo <strong>de</strong> las luces, <strong>de</strong> Alejo Carp<strong>en</strong>tier, trabajaba <strong>de</strong> noche y dormía luego hasta mediodía. De ese laberinto habitacional <strong>en</strong> el que José Luis se <strong>en</strong>fr<strong>en</strong>taba con todas las musas y espantaba los fantasmas con el golpeteo <strong>de</strong> las teclas, brotó precisam<strong>en</strong>te ese mismo año <strong>de</strong> 1968 ese profundo poema que tituló Laberinto, <strong>de</strong>l cual recibí copia cali<strong>en</strong>tita <strong>de</strong> manos <strong>de</strong>l poeta. Alg<strong>una</strong> tar<strong>de</strong>s <strong>de</strong> sol cambiábamos la rutina: no íbamos al Cream <strong>Santa</strong> Teresita, sino que <strong>de</strong> a pie o <strong>en</strong> buseta ejecutiva llegábamos hasta el Chicó, a la librería La lechuza. Allí compartíamos un tinto con Luis Fayad, que para esa época publicaba su primer libro “Los sonidos <strong>de</strong>l fuego”, con fotografía <strong>de</strong>l autor tomada por mí. 68
Regresé a <strong>Santa</strong> <strong>Marta</strong> y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> <strong>en</strong>tonces a José Luis le fue creci<strong>en</strong>do la barba y con el tiempo le aparecieron mechones <strong>de</strong> pelo blanco, igual que a mí, y con excepción <strong>de</strong> dos <strong>en</strong>cu<strong>en</strong>tros ocasionales y <strong>de</strong> afán no hemos vuelto a compartir un tinto con Coca-Cola. 69