El final de una etapa99El período constituyente, de 1977 a 1979, fue glorioso para Adolfo Suárez. El <strong>rey</strong> estabaabsolutamente deslumbrado: "¡Es un fenómeno!", comentó un día en La Zarzuela, "mirad quéartículo segundo de la Constitución ha hecho para solucionar la grave cuestión de las autonomías y,al mismo tiempo, manteniendo la unidad de España''. Pero el encantamiento estaba a punto deempezar a deshacerse. Los problemas llegaron, sencillamente, porque Suárez se había quemado. Sutarea había terminado y lo cierto es que al <strong>rey</strong> Juan Carlos nunca le preocupó demasiado tener queechar, de <strong>golpe</strong>, a quien le había servido bien, tan pronto como hubiera acabado su misión. Lomismo que ya había sucedido con Torcuato Fernández Miranda pasaba ahora con Suárez y despuéscon Sabino Fernández Campo, el sustituto en el corazón del monarca. El general Fernández Campoacababa de entrar en La Zarzuela para ocupar el sitio que había dejado vacante Alfonso Armada yrápidamente se convirtió en mucho más que un secretario: en un consejero que el mismo <strong>rey</strong> acabónombrando "jefe". El PSOE, que tanta carne había puesto en el asador de la Transición, queríacobrar accediendo a la presidencia. Lo intentó en las primeras elecciones generales tras laConstitución, las de 1979. Pero era demasiado pronto. No conseguiría vencer a la UCD de Suárez,muy de mal grado, mientras esta formación continuara contando con todo el apoyo de la banca y dela Casa Real. Y en aquel momento todavía tenía a los dos de su lado. Se la ayudaba en todo, inclusohaciendo coincidir la investidura de Suárez, el 30 de marzo, con la campaña de las eleccionesmunicipales, previstas para el 3 de abril de 1979, para que la UCD se pudiera beneficiar de laatención que habían prestado al presidente los medios de comunicación. En el siguiente congresodel PSOE, al cabo de unos meses, en mayo, Felipe González decidió, por una inspiración cuyoorigen es deducible, que el partido dejaría de ser marxista. Se tenía que ganar la confianza de labanca como fuera, y si lo que querían los banqueros y los yanquis era esto, pues se tenía que hacer.No querían más cartas del monarca en las que hablara de la amenaza marxista como argumento paraapoyar a Suárez. "Hay que ser socialista, antes que marxista", dijo Felipe al congreso, con una fraseque recordaba los trabalenguas de la Transición: la reforma sin reformar lo que era inmutable, que,sin embargo, no era irreformable. Dejó desconcertado a su partido, que le tomó por loco y se negó aacatarlo. Pero González estaba dispuesto a ir hasta el final. Presentó la dimisión, una dimisióntáctica para ejercer presión. Y en septiembre volvió, cosa que consolidó su autoridad personal.Quedaba convencer a la banca de que lo decía en serio.Aparte del PSOE, AP también deseaba desligarse de la UCD, que le había quitado el sitio que lecorrespondía. Fraga, convertido en "demócrata de toda la vida", creía que lo natural sería que lospartidos mayoritarios fueran el suyo y el de los socialistas, un bipartidismo perfecto. Y los mismosvarones de la UCD se sumaron a la campaña de demolición de Suárez, acercándose unos a AP yotros al PSOE. Joaquín Garrigues Walker, Francisco Fernández Ordóñez y Landelino Lavillaconspiraron con ellos para apoyar una moción de censura contra el presidente, presentada por elPSOE en mayo de 1980, que no prosperó. Otro factor que es necesario tener en cuenta era el"malestar" de las Fuerzas Armadas. Suárez, impulsado por el mismo monarca a imprimir ritmo a lasreformas, aunque asumiendo él toda la responsabilidad, se había convertido en el enemigo númerouno del Ejército. Era como el juego del policía bueno y el policía malo. Primero Suárez actuaba demalo y, después, los militares pasaban por La Zarzuela a quejarse al <strong>rey</strong>, que era el bueno. El 28 denoviembre de 1979 Milans del Bosch fue recibido en audiencia privada y, poco después, tambiénacudiría al palacio una amplia representación de la División Acorazada, presidida por el generalTorres Rojas. Lo que les más les enojaba era la política de depuración del Gobierno, que habíaenviado a destinos alejados de los centros de poder a los más adeptos al antiguo Régimen, paraponer a mandos nuevos e ir lavando la cara de las Fuerzas Armadas. Y, desde luego, el tema de lasautonomías, con aquel famoso "café para todos", que veían como una desmembración de facto de la
100sagrada unidad de la patria. Con todos estos factores de por medio, las relaciones del monarca conAdolfo Suárez comenzaron a ponerse tensas hasta llegar a un punto sin retorno.Juan Carlos escuchaba a Felipe, Fraga, Armada, Milans... en su papel de "árbitro" de España, paraintermediar entre ellos y el presidente. Y acabó con un impulso que le dieron desde el exterior(como en prácticamente todas sus decisiones políticas importantes), que inclinó la balanza a favorde los primeros. Juntos comenzaron a elucubrar posibles soluciones al problema, a hacer planes queacabaron cristalizando el 23 de febrero de 1981. Suárez solía decir en privado: "El <strong>rey</strong> a mí no meborbonea". Y prefirió presentar él mismo la dimisión cuando lo c<strong>rey</strong>ó oportuno, para que JuanCarlos no tuviera la oportunidad de utilizarlo cuando más le conviniera. Pero todo esto no se podríaentender fuera del contexto de la preparación del <strong>golpe</strong> del 23-F. Sólo hace falta decir, por elmomento, que su salida de la Moncloa fue dura, aparte de los 200 millones de pesetas que le dio elEstado, a propuesta del mismo Juan Carlos, para paliar su delicada situación económica. CuandoSuárez presentó su dimisión, en algún momento de la conversación que mantuvieron, de la cual sedesconocen bastantes detalles, el <strong>rey</strong> le prometió además un ducado. Después, lo consideró excesivoy quiso volverse atrás, pero Suárez insistió y evitó que pudiera retirar la oferta. A diferencia deotros (como Arias Navarro o, posteriormente, Sabino Fernández Campo), lo utilizó profusamente, eincluso se hizo bordar en las camisas una corona ducal. Suárez también quería el Toisón, quepensaba que se merecía por lo menos tanto como Torcuato Fernández Miranda, pero no se lodieron. Quizás para humillarlo, Juan Carlos le otorgó, en cambio, el penoso José María Pemán (el20 de mayo de 1981), por los servicios prestados y la lealtad a la institución monárquica. Suárezdesapareció del mapa político, pese a los vanos intentos por volver a la cumbre con un partidonuevo, el Centro Democrático y Social (CDS), que hoy en día lidera otro fracasado con respecto alas relaciones con el monarca, Mario Conde. Pero Suárez, desde 1981 hasta ahora, ha seguidocumpliendo un papel de mediador, de hombre con influencia en las altas esferas, gracias al poderque dan años de secretos compartidos. Cuando se fue, el <strong>rey</strong> le escribió una carta de despedida:"Para Adolfo, Amparo y sus hijos, y para la Historia...", en la que se justificaba por el hecho dehaberlo abandonado. <strong>Un</strong>os años más tarde, cuando Suárez negociaba con una editorial lapublicación de sus memorias, el <strong>rey</strong> le telefoneó: "¡A ver lo que vas a escribir!" No se volvió ahablar de las memorias nunca más. Al parecer, Suárez tiene todos sus documentos microfilmados ydepositados en la caja fuerte de un banco suizo.
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