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edgar-cuentos

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Esperé la respuesta dominado por la más desesperante ansiedad. Después de lo que me<br />

pareció un siglo, me fue entregada.<br />

Sí, me fue entregada su respuesta. Por más romántico que parezca, recibí una carta de<br />

Madame Lalande... la hermosa, la acaudalada, la idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus<br />

magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como una verdadera francesa,<br />

había obedecido a los francos dictados de la razón, a los impulsos generosos de su<br />

naturaleza, despreciando las convencionales mojigaterías de la sociedad. No se había<br />

burlado de mi propuesta. No se había refugiado en el silencio. No me había devuelto mi<br />

carta sin abrir. Por el contrario, me contestaba con otra escrita por su propia y exquisita<br />

mano. Decía:<br />

Monsieur Simpson, me bernodará bor no écrire muy bien en su hermoso idioma. Hace<br />

muy boco que soy arrivée y no he tenido la obortunité de l’étudier.<br />

Desbués de disculbarme por mi redacción, diré que, hélas!!, Monsieur Simpson ha<br />

adivinado berfectamente... ¿Necesito decir más? Hélas!! ¿No habré dicho más de lo que<br />

corresbondía?<br />

Eugènie Lalande<br />

Besé un millón de veces este billete de tan noble inspiración, e incurrí en mil otras<br />

extravagancias que escapan a mi memoria. Pero, entretanto, Talbot no volvía. ¡Ay! Si<br />

hubiera podido concebir el sufrimiento que su ausencia me ocasionaba, ¿no habría volado<br />

inmediatamente, dada nuestra amistad y simpatía, en mi auxilio? Pero, entretanto, no<br />

volvía. Le escribí. Me contestó. Hallábase retenido por urgentes negocios, pero no tardaría<br />

en regresar. Me suplicaba que no me impacientara, que moderase mis transportes, leyera<br />

libros tranquilizadores, bebiera únicamente vino del Rin y requiriese los consuelos de la<br />

filosofía para que me ayudaran. ¡El muy insensato! Si no podía venir en persona, ¿por qué,<br />

en nombre de todo lo razonable, no agregaba a su carta otra de presentación? Volví a<br />

escribirle, rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por el mismo lacayo con<br />

una nota a lápiz escrita al dorso. El villano se había reunido con su amo en la campaña y me<br />

decía:<br />

Salió ayer de S..., pero no dijo a dónde iba ni cuándo va a volver. Me parece mejor<br />

devolverle esta carta, pues reconozco su letra y pienso que usted tiene siempre mucha prisa.<br />

Lo saluda atentamente,<br />

Stubbs<br />

Inútil agregar que después de esto consagré tanto al amo como al criado a las<br />

divinidades infernales; pero de nada me valía encolerizarme y las quejas no me servían de<br />

consuelo.<br />

Sin embargo, la audacia de mi temperamento me daba una última posibilidad. Hasta<br />

ahora esa audacia me había sido útil y decidí que la emplearía nuevamente para mis fines.<br />

Además, después de la correspondencia que habíamos mantenido, ¿qué acto de mera<br />

informalidad podía cometer que, dentro de ciertos límites, pudiera Madame Lalande<br />

considerar indecoroso? Desde el envío de mi carta había tornado la costumbre de observar<br />

su casa, y descubrí que la dama salía al atardecer, acompañada por un negro de librea, y<br />

paseaba por la plaza a la cual daban sus ventanas. Allí, entre los sotos sombríos y

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