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edgar-cuentos

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como para llenar la sala del San Carlos, la articulaba con la más minuciosa precisión, tanto<br />

en las escalas ascendentes como en las descendentes, las cadencias y florituras. En el final<br />

de La Sonámbula logró el más notable de los efectos en el pasaje donde se dice:<br />

Ah!, non giunge uman pensiero<br />

Al contento ond’io son piena.<br />

Aquí, imitando a la Malibrán, modificó la melodía original de Bellini, dejando caer la<br />

voz hasta el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos<br />

octavas de intervalo.<br />

Terminados aquellos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande volvió a la<br />

estancia donde me hallaba y se sentó nuevamente a mi lado, mientras yo le expresaba en<br />

términos entusiastas el deleite que me había causado su interpretación. No dije nada de mi<br />

sorpresa y, sin embargo, estaba muy sorprendido; pues cierta debilidad o mejor cierta<br />

trémula indecisión en la voz de mi amada cuando conversaba naturalmente, me había hecho<br />

suponer que, cantando, no se elevaría sobre un nivel ordinario de interpretación.<br />

Nuestro diálogo volvióse entonces tan largo, profundo e ininterrumpido, como pleno de<br />

franqueza. Hízome narrar muchos episodios de mi vida y escuchó con ansiosa atención<br />

cada palabra que le decía. No oculté nada, pues no me creía con derecho para hacerlo, a su<br />

cariñosa confianza. Alentado por su candor sobre la delicada cuestión de la edad, no sólo<br />

detallé con toda franqueza muchos defectos menudos que me aquejaban, sino que confesé<br />

francamente todos esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un coraje<br />

muy grande, prueban categóricamente la fuerza del amor. Me referí a mis locuras de<br />

estudiante, mis extravagancias, las juergas de la juventud, mis deudas y mis galanteos.<br />

Llegué incluso a referirme a cierta tos hética que me había preocupado en un tiempo, a un<br />

reumatismo crónico, a una tendencia a la gota y, finalmente, a la desagradable y<br />

molestísima debilidad visual que hasta entonces ocultara cuidadosamente.<br />

—Sobre este último punto —dijo riendo Madame Lalande— ha cometido usted una<br />

imprudencia al confesar, pues de no haberlo hecho doy por sentado que nadie hubiese<br />

podido acusarlo de tal defecto. Y ya que hablamos de esto —continuó, mientras me parecía,<br />

pese a la penumbra de la estancia, que el rubor ganaba sus mejillas—, ¿recuerda usted, mon<br />

cher ami, este pequeño auxiliar que cuelga de mi cuello?<br />

Mientras hablaba hizo girar entre sus dedos el pequeño par de gemelos que tanto me<br />

habían trastornado en la ópera.<br />

—¡Oh, cómo quiere usted que no lo recuerde! —exclamé, oprimiendo<br />

apasionadamente la delicada mano que me ofrecía el instrumento para que lo examinara.<br />

Era un complicado y admirable juguete, ricamente revestido y afiligranado,<br />

resplandeciente de gemas que, a pesar de la falta de luz, daban prueba de su altísimo valor.<br />

—Eh bien, mon ami! —continuó ella, con cierto empressement en su voz que me<br />

sorprendió un tanto—. Eh bien, mon ami, me ha pedido usted insistentemente un favor que,<br />

según sus amables palabras, considera inapreciable. Me ha pedido que nos casemos<br />

mañana... Si le doy mi consentimiento... que, añado, representa asimismo consentir a los<br />

requerimientos de mi corazón... ¿no tendré derecho a pedir, a mi vez, un pequeño favor?<br />

—¡Pídalo usted! —exclamé con una energía que estuvo a punto de concentrar sobre<br />

nosotros la atención de los asistentes, mientras sólo la presencia de éstos me impedía<br />

arrojarme apasionadamente a los pies de mi amada—. ¡Pídalo, queridísima Eugènie, ahora<br />

mismo... aunque esté ya concedido antes de que haya usted dicho una sola palabra!

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