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edgar-cuentos

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puerta de la posada principal. Ayudé a salir a mi adorada esposa y ordené inmediatamente<br />

el desayuno. Entretanto fuimos conducidos a un saloncito y nos sentamos.<br />

Amanecía ya y pronto sería la mañana. Mientras contemplaba arrobado al ángel que<br />

tenía junto a mí, se me ocurrió de golpe la singular idea de que era aquélla la primera vez,<br />

desde que conociera la celebrada belleza de Madame Lalande, que podía contemplar<br />

aquella hermosura a plena luz del día.<br />

—Y ahora, mon ami —dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis<br />

reflexiones—, puesto que estamos indisolublemente unidos, puesto que he cedido a sus<br />

apasionados ruegos y cumplido mi parte de nuestro convenio... espero que no olvidará<br />

usted que también le queda por cumplir un pequeño favor, una promesa. ¡Ah, vamos!<br />

¡Déjeme recordar! Pues sí, me acuerdo perfectamente de las palabras con las cuales hizo<br />

anoche una promesa a su Eugènie. Dijo usted así: «¡Acepto... acepto de todo corazón!<br />

Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré estos gemelos sobre mi<br />

corazón... como gemelos; pero con las primeras luces de esa mañana que me proporcione la<br />

felicidad de llamarla mi esposa... habré de colocarlos sobre mi... sobre mi nariz... y usarlos<br />

desde entonces en la forma que usted lo desea, menos a la moda y menos romántica, cierto,<br />

pero mucho más útil para mí...» Tales fueron sus exactas palabras, ¿no es así, queridísimo<br />

esposo?<br />

—Tales fueron, en efecto —repuse—, y veo que tiene usted una excelente memoria.<br />

Lejos de mí, querida Eugènie, faltar al cumplimiento de la insignificante promesa. Pues<br />

bien... ¡vea! ¡Contemple! Me quedan bien, ¿no es cierto?<br />

Y luego de preparar los cristales en su forma ordinaria de anteojos, me los apliqué<br />

rápidamente, mientras Madame Simpson, ajustándose la toca y cruzándose de brazos,<br />

sentábase muy derecha en una silla, en una actitud tan rígida como estirada, que incluso<br />

cabía considerar indecorosa.<br />

—¡Que el cielo me asista! —grité, en el instante mismo en que el puente de los<br />

anteojos se hubo posado en mi nariz—. ¡Dios mío! ¿Qué les ocurre a estos cristales?<br />

Y, luego de quitármelos rápidamente, me puse a limpiarlos con un pañuelo de seda y<br />

me los ajusté otra vez.<br />

Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo capaz de sorprenderme, esta vez la<br />

sorpresa se transformó en estupefacción, y esta estupefacción era profunda, extrema... y<br />

bien puede calificarse de espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué significaba esto?<br />

¿Podía creer a mis ojos... ? ¿Podía? Lo que estaba viendo ¿era... era colorete? ¿Y esas...<br />

esas arrugas en el rostro de Eugènie Lalande? Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas!,<br />

¿qué había sido de... de... de sus dientes?<br />

Arrojé violentamente al suelo los anteojos y, levantándome de un salto, enfrenté a Mrs.<br />

Simpson, los brazos en jarras, convulsa y espumante la boca que, al mismo tiempo, era<br />

incapaz de articular palabra por el espanto y la rabia.<br />

Creo haber dicho ya que Madame Eugènie Lalande —quiero decir, Simpson— hablaba<br />

el inglés apenas algo mejor de como lo escribía y por esta razón jamás empleaba dicha<br />

lengua en las conversaciones usuales. Pero la cólera puede arrastrar muy lejos a una dama,<br />

y en esta ocasión llevó a Mrs. Simpson al punto de pretender expresarse en un idioma del<br />

cual no tenía la menor idea.<br />

—Pues pien, monsieur —dijo, después de contemplarme con aparente asombro durante<br />

un momento—. ¡Pues pien, monsieur! ¿Qué basa? ¿Qué le ocurre? ¿Le ha dado el baile de<br />

San Vito? Si no le barezco pien, ¿bor qué se casó conmigo?<br />

—¡Miserable! —bisbiseé—. ¡Vieja bruja...!

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