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edgar-cuentos

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insulto como un hombre. Parecióme, no obstante, que había hecho todo lo que se podía<br />

pedir en el caso de aquel miserable individuo y resolví no molestarlo más con mis consejos,<br />

abandonándolo a su conciencia y a sí mismo. De todos modos, aunque no volví a hablarle<br />

del asunto, no pude privarme por completo de su compañía. Llegué incluso a tolerar<br />

algunas de sus tendencias menos reprobables y en ciertas ocasiones hasta alabé sus pésimas<br />

bromas (aunque con lágrimas en los ojos, como elogian los epicúreos la mostaza); a tal<br />

punto me dolía oír su profano lenguaje.<br />

Un día radiante, en que habíamos salido a pasear tomados del brazo, nuestro camino<br />

nos condujo hasta un río. Había un puente y resolvimos cruzarlo. Era un puente techado,<br />

que protegía del mal tiempo y, como dentro tenía pocas ventanas, resultaba<br />

desagradablemente oscuro. Cuando penetramos, el contraste entre el brillo exterior y la<br />

penumbra influyó penosamente en mi ánimo. No así en el desdichado Dammit, quien<br />

apostó en seguida su cabeza al diablo a que yo estaba melancólico. Por su parte parecía de<br />

excelente humor. Quizá en exceso, lo cual me hacía sentir no sé qué rara sospecha. No me<br />

parecía imposible que fuera víctima de algún trascendentalismo. Pero no soy tan versado en<br />

el diagnóstico de esta enfermedad como para afirmar nada y, por desgracia, ninguno de mis<br />

amigos del Dial se hallaba presente. Sugiero la idea, no obstante, a causa de una cierta<br />

austera bufonería que parecía haber invadido a mi pobre amigo, induciéndolo a<br />

comportarse como un estúpido. Nada podía disuadirlo de deslizarse y saltar por encima o<br />

por debajo de cualquier cosa que se cruzara en su camino; todo esto gritando o susurrando<br />

palabras y palabrotas, a tiempo que su rostro conservaba una profunda gravedad. Realmente<br />

yo no sabía si tenerle lástima o emprenderla a puntapiés con él. Por fin, cuando habíamos<br />

atravesado casi todo el puente y nos acercábamos a su fin, nuestra marcha se vio impedida<br />

por un molinete. Pasé como corresponde en estos casos, es decir, que hice girar el molinete.<br />

Pero esto no convenía al capricho de Mr. Dammit. Insistió en saltar sobre el molinete,<br />

afirmando que era capaz de hacer al mismo tiempo una pirueta en el aire.<br />

Pues bien, hablando seriamente, no me pareció que pudiera hacerlo. Las mejores<br />

piruetas, en cualquier estilo, las ha hecho mi amigo Mr. Carlyle, y sé muy bien que, así<br />

como no sería capaz de hacer ésta, tampoco podría hacerla Toby Dammit. Así se lo dije,<br />

agregando que era un fanfarrón y que hablaba por hablar. No me faltaron luego razones<br />

para lamentar haberme expresado así; pues instantáneamente Toby apostó su cabeza al<br />

diablo a que lo hacía.<br />

Disponíame a replicarle, no obstante mi anterior resolución, con algunos reproches<br />

sobre su impiedad, cuando oí toser a mi lado. Aquella tos se parecía mucho a la<br />

exclamación «¡hola!», tanto que me sobresalté y miré en torno lleno de sorpresa. Por fin<br />

mis ojos cayeron de lleno en un nicho que había en la estructura del puente y vieron a un<br />

anciano y diminuto caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más venerable que<br />

su apariencia, pues no sólo estaba enteramente vestido de negro sino que usaba una camisa<br />

muy limpia, cuyo cuello se plegaba esmeradamente sobre una corbata blanca, y sus<br />

cabellos aparecían partidos al medio, como los de una muchacha. Apoyaba pensativamente<br />

las manos en el estómago y tenía los ojos en blanco.<br />

Al observarlo más de cerca percibí que llevaba puesto un delantal de seda negra sobre<br />

sus ropas, y la cosa me pareció sumamente extraña. Pero antes de que tuviera oportunidad<br />

de hacer la menor observación sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un<br />

segundo «¡hola!».<br />

No me hallaba preparado para contestarle de inmediato. A decir verdad, las<br />

observaciones tan lacónicas como aquélla son de muy difícil respuesta. He conocido cierta

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